La captura de Ovidio Guzmán López en la madrugada del jueves 5 de enero descorrió el velo que oculta las motivaciones reales de la política de seguridad, y que la ha cubierto con la apariencia de estar inscrita en una estrategia de gobierno con pretensiones de institucionalidad.
La previa detención que sufrió el mismo personaje en octubre de 2019 y la orden de liberarlo que emanó, irónicamente, del gobierno, puso de manifiesto una postura de clara condición contradictoria, pues la autoridad lo capturó sólo para después recibir órdenes superiores de ponerlo a salvo, habiendo elementos para que fuera sujeto de proceso judicial. La inconsistente respuesta a tal entuerto fue que la decisión adoptada respondió a la determinación de evitar los costos y riesgos que impondría la reacción de la organización delincuencial que había sido afectada con dicha captura, lo que significaba poner en riesgo a la población civil de la localidad e, incluso, de la región.
La narrativa evidenció claras inconsistencias, de un lado la lógica dubitativa a la que se enfrentaban las fuerzas del orden en la realización de su delicada tarea de combatir a la delincuencia, pues otros grupos criminales también podrían reaccionar con virulencia frente a eventos similares, con la pretensión de forzar la reconsideración del gobierno para retractarse de alguna detención; por otra parte, la debilidad exhibida en la realización de operativos de tal naturaleza, de modo de poner a las organizaciones delictivas en una posición de fuerza al grado de hacer prevalecer sus intereses sobre los de las autoridades.
La consigna igual de fútil, de abrazos y no balazos, parecía mal arropar una forma de asumir la tarea de seguridad pública de manera ingenua, por decir lo menos, pues se alejaba por completo del imperativo de hacer prevalecer el Estado de derecho, en su caso, mediante el uso de la fuerza física legítima cuyo monopolio ejerce el propio Estado, conforme lo definió la famosa expresión de Max Weber.
Un Estado declinante en el uso justificado de la fuerza pública pareció encaminarse a una postura anuente, tolerante frente al crimen y de una búsqueda para lograr el desistimiento de la delincuencia a base de admoniciones y reconversiones.
Se dibujó una postura de tolerancia acotada o de baja intensidad en el combate a la delincuencia, como una especie de oración que esperaba mejorar los resultados en la seguridad pública a través de estímulos y asignaciones directas de recursos a la población más vulnerable, desamparada o desprotegida, al amparo de programas sociales que habrían de debilitar a las organizaciones delincuenciales, pues de esa forma ya no podrían reclutar con la facilidad de antaño a nuevos integrantes para sus organizaciones delictivas, haciéndoles perder fuerza y ocasionándoles deserciones.
Al mismo tiempo, el gobierno decidió fortalecer las fuerzas de seguridad insistiendo con la presencia y colaboración del Ejército y hasta pretendiendo que dirigiera la política de seguridad interior, de manera tal que los abrazos y los no balazos se convirtieron en moneda de doble cara; en una de ellas esperar la declinación que la política social habría de producir en la actividad criminal y, en la otra cara, disponer de la capacidad persecutora y la fuerza necesaria para someter a la delincuencia cuando así se requiriera.
El caso de Ovidio muestra que, después de tres años de haberlo capturado y de dejarlo en libertad, su nueva detención dista de mostrar cambios cualitativos en las condiciones de su aprehensión y, especialmente, de la reacción violenta del grupo criminal que fue afectado, lo que sí modificó la postura de entonces respecto de la de ahora, es la evidencia de que la detención actual tiene la consigna de una demanda externa y que se confiere como tributo.
La reacción que se temió hace tres años por parte de la delincuencia al detener a uno de sus más significativos líderes y que motivó el que la autoridad desistiera de la detención, tuvo lugar ahora de forma palmaria expresada en ataques distintos en diversos lugares, en la vía pública y, destacadamente, en el intento de evitar la realización de vuelos mediando para ello en disparos directos a alguna aeronave; es de suponerse que los ajustes de cuentas y el acomodo de los grupos criminales tendrá lugar. Es evidente que se carece de una política consistente de seguridad interior y que la sustituye una postura volitiva y veleidosa para perseguir a la delincuencia. El costo que se pretendió evitar que pagara la población civil hace tres años, ella lo está pagando ahora, y su saldo no ha terminado.