FILOSOFÍA SIN ESCRÚPULOS
La historia también se impone con nombres. Y el de nuestro continente es uno de los grandes silencios coloniales que aún arrastramos.
Llamamos “América” a un continente que no pidió llamarse así. Fue bautizado desde Europa, por europeos y con criterios europeos. El nombre proviene de Américo Vespucio, un cartógrafo italiano del siglo XVI, cuya principal contribución fue haber sugerido —en mapas que circularon ampliamente— que las tierras recientemente “descubiertas” no eran parte de Asia, sino de un nuevo continente. Por esa razón, un grupo de cartógrafos alemanes decidió nombrar este territorio como “América”, en su honor. Desde entonces, ese nombre se impuso, silenciosamente, sobre cientos de formas ancestrales de nombrar a estas tierras.
Un nombre técnico, sin alma
Mientras Europa lleva el nombre de una figura mitológica que representa una rica tradición cultural, “América” no tiene mito ni sentido poético. Es un nombre técnico, frío, otorgado por y para europeos. No hay en él una conexión simbólica con los pueblos originarios que habitaron —y habitan— estas tierras.
Aceptar el nombre “América” sin cuestionarlo es seguir validando una narrativa que nos fue impuesta. Es olvidar que nuestras civilizaciones ya tenían nombre para sus territorios: Anáhuac para los mexicas, Tawantinsuyu para los incas, y múltiples formas de nombrar la tierra en lenguas mayas, mapuches, náhuatl, quechua, guaraní o mixteca. Cada uno de esos términos reflejaba una visión del mundo arraigada, no una imposición extranjera.
“América” ha sido secuestrada por una nación
El nombre ha sido, además, apropiado por una sola nación: Estados Unidos de América. A fuerza de hegemonía política, económica, militar y mediática, “América” se ha convertido, en el imaginario global, en sinónimo de ese país. Decimos “América” y el mundo piensa en Washington, no en Cusco, Tenochtitlán o Tikal. Esta apropiación lingüística es una forma más de colonialismo cultural.
Los demás pueblos del continente —de Canadá a Argentina— quedamos marginados incluso en el lenguaje. ¿Cómo puede haber algo más simbólicamente violento que esa apropiación total de un nombre que debería nombrarnos a todos?
Es hora de renombrarnos desde nuestras raíces
Seguir usando “América” es continuar la colonización, pero ahora desde el lenguaje. Y es también renunciar a la posibilidad de repensarnos desde nuestras propias raíces. El cambio no sería simplemente nominal. Sería un acto simbólico de descolonización cultural, política y lingüística.
Tal vez podamos imaginar un nuevo nombre que exprese la diversidad y profundidad de nuestras raíces: nombres como Tawana, Pachana o Inanam, que combinan elementos de nuestras grandes civilizaciones originarias. Nombres que, al ser pronunciados, nos recuerden que no venimos de un cartógrafo europeo, sino de un mundo mucho más antiguo, complejo y sagrado.
Nombrar es existir
Nombrar es existir. Nombrar es resistir. Y también, nombrar es imaginar un futuro distinto. Tal vez ha llegado el momento de dejar atrás “América” y comenzar a decirnos de otro modo. Uno más nuestro. Uno más verdadero.