Desde Mérida, tierra de participación cívica ejemplar, vale la pena detenernos a reflexionar sobre la elección judicial que se avecina. Una elección inédita, polémica desde su origen, pero ya en marcha. Y si algo está claro, es que no votar no es una postura neutral: es abdicar de una responsabilidad democrática fundamental.

La elección de jueces, magistrados y ministros mediante voto popular ha despertado resistencias comprensibles. Desde el diseño mismo de la reforma hasta la exclusión de partidos políticos en las postulaciones, el proceso rompe con los moldes tradicionales. Sin embargo, como bien ha señalado Uuc-Kib Espadas, consejero nacional del INE, no se trata de un experimento hipotético, sino de una realidad constitucional: el poder judicial será renovado a través del sufragio.

No estamos hablando de una consulta simbólica. Esta elección tiene consecuencias profundas. Se trata de decidir quién ocupará cargos clave en la impartición de justicia, desde la Suprema Corte hasta tribunales de circuito y juzgados federales. Es decir, está en juego un poder del Estado. Y si ese poder se pone en manos del pueblo, entonces el pueblo tiene el deber de ejercerlo.

Quienes proponen la abstención repiten un viejo error. La historia está llena de advertencias. En 1976, la oposición mexicana decidió no competir y dejó a López Portillo como candidato único. El resultado fue una crisis de legitimidad que obligó a una reforma política. En 2005, la oposición venezolana no acudió a las urnas y dejó el Congreso en manos absolutas del chavismo, que desde entonces lo convirtió en un instrumento de control autoritario.

La abstención, lejos de ser un gesto de dignidad política, ha resultado ser, una y otra vez, un regalo para el poder establecido. Porque cuando no votas, otros deciden por ti. Y, como bien dice la lógica democrática, si no participas, no puedes reclamar.

Las columnas más leídas de hoy

La elección judicial también representa una oportunidad. Por primera vez, las candidaturas no estarán mediadas por partidos, sino que serán estrictamente personales. Esto obliga a la ciudadanía a informarse, a evaluar trayectorias, a comparar visiones jurídicas. No es fácil, pero es una forma de ensanchar nuestra democracia más allá del clientelismo y las siglas.

Muchos dirán que los jueces no tienen contacto directo con la ciudadanía. Pero nada es más real que una sentencia que afecta tu libertad, tus bienes o tus derechos. Elegir a quienes tienen ese poder debería ser tan importante como elegir a un gobernador o a un presidente.

En Yucatán sabemos lo que vale el voto. Lo hemos ejercido como instrumento de vigilancia ciudadana y como camino de alternancia. Aquí, donde la gente se forma en las urnas incluso antes de saber por quién votará, hay una conciencia cívica que no debemos perder.

Votar en esta elección judicial no significa estar de acuerdo con todo el diseño del proceso. Significa reconocer que el poder ya está en manos de la ciudadanía. Y si está en nuestras manos, lo responsable es ejercerlo.

Porque si no votamos nosotros, votarán otros. Y lo que se está decidiendo —ni más ni menos— es quién impartirá justicia en México en los próximos años.