Recuerdo a las primeras posadas realizadas en la tercera sección de la unidad habitacional Tlatelolco (ubicada entre las avenidas Paseo de la Reforma, Eje Central, Manuel González y Nonoalco), donde vivíamos, pero también éstas se hacían en las dos secciones restantes, durante los primeros años del comienzo de la Unidad, a partir de 1965-1966.
Las posadas en Tlatelolco, en el corazón de la ciudad de México, eran fiestas organizadas por las y los vecinos en un clima de amistad y vida comunitaria. Y quizá hoy todavía se conserve esa tradición, no lo dudo, en ese lugar simbólico e histórico de la gran urbe.
En nuestro tiempo y circunstancia, en la zona de departamentos más cercanos a donde vivíamos, las fiestas decembrinas eran planeadas y organizadas por las y los amigos del edificio Durango, en las que participaban también vecinas y vecinos de los edificios aledaños: Guanajuato, Querétaro, Chiapas y estado de Hidalgo. De pronto, asistían a estas fiestas vecinales, así mismo, amigas y amigos de otros “cuadros” o edificios (así les decíamos a los jardines de juegos infantiles) como el Chihuahua, Sonora, Nayarit y Nuevo León.
Las posadas tlatelolcas, como en cualquier lugar, iniciaban junto con la noche, mediante el clásico recorrido del nacimiento con sus elementos conocidos. Así, un grupo de adultos y niños cargaban, sobre una tabla, a las figuras de San José, la virgen María, los Reyes magos, el pesebre con sus animalitos, a los pastores y demás personajes que marca la tradición.
Así vivíamos las tradicionales posadas hace más de cincuenta años. Espero que hoy se preserven, en su esencia, estas bellas tradiciones populares, que nos educaron de manera informal para promover los vínculos y valores comunitarios.
Las y los peregrinos vecinos caminábamos detrás de la cabeza del grupo, cada quien con su velita encendida. Previamente, se repartía la letra de la letanía a través de unos cuadernitos que se vendían en el mercado de La Lagunilla. Uno que otro vecino también prendía sus luces de Bengala. La memoria de los cantos que entonábamos durante las posadas, nunca se pierde al paso de los años.
La peregrinación prenavideña se realizaba alrededor del cuadro con una participación aproximada de unas 70 personas. Para entonces, se veían entre la gente las bufandas, los gorros tejidos, las chamarras de “borrega”, los sarapes, jorongos, ponchos, botas, guantes y demás ropa para cubrirse del frío, típica de finales de otoño y del principio de invierno.
En la parte intermedia de la ceremonia, en que se pedía posada, la fiesta tradicional se realizaba en el umbral de uno de los departamentos de la entrada A del Durango, abajo, en el sótano.
“En el nombre del cielo,
os pido posada,
pues no puede andar
mi esposa amada…
Entren santos peregrinos, reciban este rincón, que aunque es pobre la morada, os la doy de corazón!”
La mamá de Lucero, Javier y Jorge era una de las más entusiastas de las vecinas, que con gusto ponía su casa para realizar la parte central de esa festividad.
Luego, de algún departamento sacaban las piñatas en forma de estrella, con sus picos de cartón, forrados con papel brillante y con sus tiras de papel de colores que colgaban por todos lados. El centro de las piñatas en aquel tiempo siempre fue de olla de barro, que se llenaba con frutas de la temporada y dulces de tamarindo, chicles, paletas, bombones y polvo de chile piquín.
“Dale, dale, dale, no pierdas el tino…”
El olor del ponche llenaba la entrada del edificio donde se concentraba el festejo. Cerca de las piñatas, que se amarraban y suspendían entre dos grandes árboles (Beto me dijo hace poco que esos árboles ya no existen), el aroma de los cacahuates, mandarinas, tejocotes, jícamas de agua, cañas de azúcar y dulces de todos colores y sabores, invadían la fiesta-ceremonia religiosa, popular.
En los departamentos se preparaban algunos guisados para echar un taquito o tamales, luego, luego, después de romper las piñatas. También se repartían, al final, canastitas de cartulina de colores donde las y los niños nos llevábamos la colación de dulces aromatizados y rellenos. Alguien una vez dijo que esos eran los aguinaldos. No podía faltar el café de olla caliente, las galletas de animalitos, el pastel casero y los chocolates de la temporada.
Algunos de las y los mayores disfrutaban de poner un “piquetito” de brandy al ponche, en medio de música de la época, que se escuchaba en uno y otro lugar, sobre todo aquella que hacía alusión a las fiestas decembrinas. Así cantaba José Alfredo Jiménez en la consola de algún vecino:
“Acaba de una vez de un solo golpe.
¿Por qué quieres matarme poco a poco…
Diciembre me gustó pa´que te vayas;
que sea tu cruel adiós mi navidad…
No quiero comenzar el año nuevo
con ese mismo amor
que me hace tanto mal…”
Después, se armaba la bohemia con piezas de música diversa de Armando Manzanero, Leo Dan, Roberto Jordán, Marco Antonio Muñiz, Angélica María y Vicky Carr. También las y los jóvenes ponían música para bailar tanto de rock and roll, en inglés y en español, como tropical del grupo Aragón o de Mike Laure, entre otros.
Para conseguir cohetes o artefactos de pólvora para tronar antes o después de las posadas, teníamos que ir a las vecindades aledañas a la unidad habitacional.
No olvido la vez que fuimos a comprar algo de cohetes en una vecindad de la colonia Morelos, que se encontraba sobre la calle de Constancia, más allá de la calle de Peralvillo. De regreso, a alguno de los amigos se le ocurrió lanzar una “paloma” encendida por debajo de la puerta de una pulquería que estaba sobre la calle de Constancia... Era como generar un encuentro virtual entre los cohetes de pólvora y aquellos que chocaban las copas.
Eran las posadas de Tlatelolco durante la segunda década de los años 60´s. Recuerdo, así, con afecto, respeto y cariño a quienes se nos han adelantado por el camino de la vida. Con ellas y ellos revivimos su nostálgica existencia y nuestras más sentidas tradiciones decembrinas.
Juan Carlos Miranda Arroyo en Twitter: @jcma23