El régimen presidencial mexicano fue catalogado de distintas formas, las más conocidas son las de hiperpresidencialismo, presidencialismo omnímodo o lo que Carpizo denominó “facultades metaconstitucionales”; sin embargo, se supone que por una ruta paralela a las de las reformas electorales, se intentó construir mejores equilibrios y contrapesos para matizar las prerrogativas excesivas o facultades extraordinarias que tuvo a su alcance, lo que a la postre favoreció un sistema presidencial sujeto a mejores condiciones de control.
La etapa de la competencia política y del pluralismo que se afirmara de la mano de la reforma electoral de 1996, deshizo provisionalmente el nexo del régimen presidencial con mayoría parlamentaria asegurada y de su disciplina al gobierno a través de su partido. En esa misma línea, la necesidad de impulsar la legitimidad en el cobijo democrático propició que se alentaran reformas y avances que se consolidaron en la alternancia política del año 2000.
Dentro de tal tendencia se afirmaron y crecieron, en número, los organismos autónomos, al tiempo que se transformó la vieja Procuraduría General de la República en Fiscalía y se pretendió consolidar el sistema de fiscalización con la Auditoría Superior de la Federación, lo que supuso, de un lado acotar el presidencialismo y, del otro, favorecer la independencia de entidades abocadas al desempeño de actividades de naturaleza singular como lo es el Banco de México, el Instituto Nacional Electoral y también órganos reguladores especializados.
De todas formas, el dispositivo presidencial mexicano ha conservado ventajas para que el titular del poder ejecutivo alcance niveles de popularidad y aceptación que no son comunes en otros países. Ahora que se cumplió el cuarto año de ejercicio gubernamental, el nivel de aceptación presidencial, aunque resulta singularmente alto, es equiparable al que tuvieron los que lo precedieron, como fueron los casos de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón. Escapa a ese correlato Enrique Peña, debido al deterioro que sufrió su imagen por escándalos y por cierto relajamiento para sobreponerse de la afectación que experimentó.
Factores de orden cultural e histórico favorecen que se entrone la imagen presidencial en la épica de la heroicidad, lo extraordinario, irrepetible, dotes carismáticas, todo lo cual hunde sus raíces en la servidumbre hacia la monarquía española y en el Tlatoani de nuestra cultura mesoamericana, presentes en la genética política que portamos. Hasta aquí no parece existir nada distinto en lo que antes ocurría respecto de lo que ahora sucede.
Distingue el momento actual la ruptura con la costumbre precedente de asumir la existencia de una deuda democrática por cumplir, y que se traducía en un afán por generar mejores condiciones hacia la competencia política, la pluralidad y la alternancia. Ahora no es así y, por el contrario, parece exhibirse que no se heredan cuentas democráticas por saldar, de modo que se despliega la fuerza del presidencialismo de forma abierta.
Se trata ahora de un presidencialismo indómito en donde el titular del gobierno ejerce su dominio, sin complejos, desde luego en el Congreso con su partido y aliados; pero que además busca domeñar a otros con la fórmula del garrote y de la zanahoria desde el ejercicio del poder; pretende también hacer sucumbir al poder judicial, al tiempo de domeñar a las instancias autónomas y de salir al paso de la crítica desde una tribuna propia y exclusiva que, en caso necesario, reserva para sí el uso de información clasificada y reservada a fin de desacreditar y descalificar voces críticas.
El viejo compromiso democrático motivó que los gobiernos admitieran la posibilidad de su reemplazo por otro partido; es evidente que disponían de los circuitos para intentar impedirlo desde los dispositivos presidencialistas, pero fueron convencidos que debían transitar, si era el caso, por la vía de la alternancia. Esa es otra de las grandes diferencias con el gobierno actual, pues éste no parece admitir y, lo que es peor, mucho menos tolerar esa posibilidad.
La obsesión del gobierno en la reforma electoral se enmarca en ´la ecuación de endurecer y hasta cancelar la alternativa de la alternancia de cara a las elecciones de 2024, pues otra razón no la justifica. El entramado electoral y de instituciones que lo regulan ha mostrado su solvencia para ordenar y resolver satisfactoriamente la competencia política; el proceso comicial desde luego que sí puede tener mejoras y un costo más reducido, pero es muy cuestionable que posibles adecuaciones en tal dirección deban llevarse a cabo cuando se tiene en el horizonte próximo la realización de la elección presidencial, además de no disponerse de los acuerdos mínimos para llevar a cabo los cambios planteados.
A 4 años del inicio de la presente administración el viejo leviatán se levanta, tiene el rostro de un presidencialismo indómito.