Un siglo de vida que está por alcanzar el PRI en el año 2029 plantea la inmediación de una circunstancia novísima. Ella corresponde al tramo que va de 2018 a 2024, relacionada con su carácter de oposición; a más de ello, al imperativo de plantarse en la tesitura de ser antagónica, situación que le imprime un rasgo peculiar e inédito a dicho rasgo.

Cierto, el PRI se inauguró como partido de oposición a consecuencia de su derrota en las elecciones presidenciales de 2000; sin duda que dejar el poder significó un grave sisma pues su naturaleza de surgir desde la convocatoria y dominio del gobierno, como lo fue durante más de siete décadas, impregnó su identidad así como su cultura política; pero el arribo de la competencia política trajo a otro acompañante y éste fue la alternancia en el poder; en efecto, la cita que convocó tal recambio se cumplió en el traslado de un siglo a otro.

La etapa por la que tuvo atravesar el PRI del 2000 al 2012 estuvo marcada por su condición opositora, pero también -e inherente a ello- la necesidad de adaptarse a una disposición distinta de articulación y de gobernabilidad interna, al ya no poderlo hacer desde la presidencia de la República, como había sido en el pasado, especialmente desde 1936 cuando fue desplazada la figura del “jefe Máximo”, por aquella.

¿Cómo pudo cohesionarse el PRI en esos primeros 12 años en los que ya no contó con el aporte de un gobierno emanado de sus filas? La respuesta estuvo en el poderío que conservó durante ese tramo, al grado de mantenerse como la más importante fuerza política en cuanto a su presencia territorial, pues retuvo a la gran mayoría de los gobiernos estatales y municipales, así como por su amplia representación en los congresos locales y en el nacional. Sus respectivas dirigencias nacionales tuvieron la aptitud para plantear la articulación del partido en esas nuevas circunstancias y con tales aportes.

De ninguna manera es exagerado decir que en esa etapa no se podía gobernar el país sin la colaboración del PRI, y así fue. La consecuencia de ello fue que el PRI fue un partido opositor con gran influencia en las decisiones del gobierno y para plantear espacios de negociación y acuerdo de manera exitosa.

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Más rápido de lo que se suponía, de nueva cuenta se perdió la presidencia de la República después de recuperarla, para así reiterar al PRI como un partido opositor, pero ahora bajos condiciones mucho más adversas, pues se encontraba diezmado en cuanto al número de gobiernos estatales que mantenía en sus filas, al tiempo que enfrentó una disminución brutal en cuanto a su presencia en el Congreso federal, especialmente debilitado en la Cámara de Diputados.

La influencia que el PRI había tenido frente al gobierno en su primera etapa opositora entre el 2000 y 2012, fue solo una referencia que ya no se podía reproducir en las nuevas condiciones imperantes desde el 2018; al mismo tiempo la situación financiera del instituto político acreditaba una mayor vulnerabilidad y, por si fuera poco, la actitud del gobierno se mostró, de inmediato, poco propensa a considerar a la oposición y, por el contrario, dispuesto a emprender una gestión centrada en la contribución de su partido y en los asociados a él, con un mensaje implícito de hostilidad, subordinación y sometimiento hacia el resto de las fuerzas políticas. El nuevo gobierno no pensaba en el fortalecimiento del régimen plural de partidos, sino en debilitarlo.

En ese marco la gestión del PRI se enfrentó a un esquema disfuncional, pues no estaba adecuado a las condiciones imperantes; los hábitos de negociación interna desfasados, la cultura política acostumbrada a plantear sus temas y procesarlos con una dirigencia sin el apremio de ahora, de modo que era posible presionarla sin ponerla en riesgo y aun como parte de una forma regular de interlocución y negociación. Así, lo que antes no resultaba atentatorio ahora sí lo es.

¿Cómo preservar y fortalecer al PRI en este duro contexto? Desde luego que no es la respuesta buscar acorralar a la dirigencia; cierto, ésta no es el partido, pero sí lo representa y conduce. Las disputas internas pueden ser fatales, pues se vive en la emergencia de una lucha que desde fuera pretende reducir el tamaño del partido, de modo que si es acompañada de la sangría interna el destino puede ser funesto.

El foco de la lucha está en lograr acreditar y fortalecer al PRI como una oposición con capacidad antagónica; no hacerlo es quedar condenados a la cooptación o al sometimiento; se requiere un PRI que rescate su condición competitiva en un entorno de polarización, lo que conlleva, necesariamente, a las coaliciones electorales y de gobierno; se requiere un rediseño del PRI para los nuevos tiempos, de modo que son muchas las tareas urgentes y a ellas se aboca la gestión de Alejandro Moreno desde una dinámica que no puede parar y en donde se trata de cambiarle las ruedas al tren sin detener su marcha.

La dimensión del reto hace imprescindible evitar que se construya el escenario de la derrota desde la disputa intestina y de la pobreza y la mezquindad que regatea la posibilidad del encuentro y el entendimiento interno.

En medio de un apremio que no cesa, se han logrado avances que se expresan en la consolidación de una estrategia de coaliciones electorales inéditas entre el PRI, el PAN y el PRD que abren destino y que hace muy poco era imposible instrumentar; al mismo tiempo, se ha proyectado a un PRI que gravita como oposición antagónica y que ha sido fundamental para generar equilibrios, frenos y contrapesos al gobierno. Está claro en donde hay que poner los acentos y a quien confrontar.