Los críticos de la dirigencia del PRI evaden su propia autocrítica; pretenden que los problemas agudos del instituto político son de generación espontánea y, desde luego, que están exentos de responsabilidad alguna. En ese absurdo reduccionismo buscan el análisis de mera coyuntura, comprimir todo en los acontecimientos en torno a las pasadas elecciones del 2 de junio y olvidar el largo trayecto que lo antecede.
El método que emplean se centra en pretender la responsabilidad de Alejandro Moreno como síntesis del problema que enfrenta el revolucionario institucional; sugieren así que la solución está en su sustitución, impedir a toda costa su continuación. Se trata de un burdo maniqueísmo que bien puede explicarse con base a los intereses en juego, no puede asumirse con seriedad puesto que parte de plantear oponerse a la permanencia del actual dirigente no en presentar o en profundizar propuestas; especialmente cuando estuvieron encabezando las decisiones del organismo en una etapa toral de su vida, y que delineó muchos de los problemas que éste sufre en la actualidad.
Cierto, el PRI arrastra varios problemas, pero dos de ellos son torales; uno se refiere a su identidad y solvencia, tema que se origina en la elusión para definirse en el debate interno, cuando estuvo sometida su operación y actitud por una disciplina miope entorno al gobierno y que lo llevó a eludir a una postura definida respecto del asesinato de quien fuera su candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio, en el marco de omisiones y tolerancia a una situación que demeritó al sonorense cuando desde el gobierno y con el silencio del partido se le lastimaba.
Otro tanto sucedió en torno a la famosa sana distancia del zedillismo, pero de una intensa cercanía cuando ese gobierno enfrentó condiciones de apremio para solventar la deuda contratada, operar el salvamento bancario y obtener respaldo a sus propuestas presupuestales. Un PRI para operar los desprestigios de un gobierno que buscaba salvarse y al hacerlo condenar a su partido.
Otro aspecto relevante se prospecta hasta la actualidad, y tiene su origen en 1996 cuando la reforma electoral de ese año cambió el sistema de partidos para pasar de uno no competitivo en donde se asentaba la hegemonía del PRI, a otro de carácter competitivo, plural y que impulsó la alternancia política. Si bien esa reforma era necesaria y honra al PRI haberla impulsado, también lo es que desde el gobierno se impulsaron constantes cambios en la dirigencia del partido, lo que acabó por impedir que la organización se adaptara con éxito a las nuevas exigencias que planteaba las renovadas condiciones de la competitividad.
El PRI quedó inerme, perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados en 1997 y sucumbió una y otra vez en las elecciones presidenciales de 2000 y 2006; las dirigencias de todo ese período no produjeron la necesaria adaptabilidad y cambio requerido por el partido y, si bien se recuperó la presidencia en 2012, existen muchos elementos para suponer que tal logro se debió al carisma del candidato y de la estructura paralela que creó, más que al partido mismo en cuanto a capacidad de organización y de competencia.
Ahí se explica que pese a estar en el poder, el PRI pronto se vio en aprietos en las elecciones intermedias de 2015 y en las sucesivas locales de ese año y de los años siguientes, en donde se anunciaba su declinación, así como la vuelta a la nociva práctica de remover excesivamente a sus dirigentes dentro de una trama que adelgazó el peso de la institución y su propia capacidad.
¿Quiénes fueron las figuras priistas de ese largo periodo?, la respuesta es que son la mayoría de quienes ahora elevan su voz, eluden las responsabilidades o la autocrítica necesaria de su gestión cuando estuvieron en el comando de las decisiones partidistas y desean erigirse en los juzgadores o jueces de la crisis del partido.
Lo cierto es que el PRI está frente a un necesario cambio de fondo, uno que le permita recuperar lo mejor de sí, deslindarse de lo que se hizo en el marco de una vieja complicidad que ya no tiene cabida. Se requiere reescribir la historia del PRI no desde la retórica, sino de la profunda autocrítica; es evidente de que el partido extravió su identidad, congenió con el dominio del gobierno sin hacer valer su voz y capacidad; se volvió rehén de la dictadura del neoliberalismo y olvidó delinear su propio cambio para los nuevos tiempos.
Sin duda que habrá de hacerse la crítica de los tiempos actuales, pero sin omitir la relativa a la inmediación que nos antecede. Es evidente que el PRI requiere una redefinición que permaneció extraviada en las décadas precedentes; identificarla y solventarla es la tarea por emprender, si se quiere mantener al PRI.