El oficialismo que pregona la máxima de “prohibido prohibir” ha resultado ser, paradójicamente, el más prohibicionista. Un gobierno que enarbola banderas progresistas y promete libertades, pero que se ha dedicado a imponer restricciones desde la ignorancia y la incongruencia. En lugar de gobernar con inteligencia, prefieren prohibir con torpeza.

Prohibieron la subcontratación, confundiendo un sistema laboral legítimo con la simulación fiscal y la venta de facturas. Luego, prohibieron el fentanilo, no combatiendo a los traficantes que lo comercializan ilegalmente, sino abrazándolos bajo el lema del “abrazos, no balazos”. También se atrevieron a prohibir la tauromaquia, intentando borrar con un plumazo no solo una práctica, sino todo un legado cultural, musical y folclórico.

Si fueran capaces de prohibir la inteligencia, también lo harían. Porque para los oficialistas, la razón es un obstáculo insalvable. Solo las ideas del caudillo tienen valor; cualquier disidencia, por más fundamentada que esté, debe ser anulada. Han preferido ser eco cuando pudieron ser voz, replicar dogmas en lugar de pensar.

Ahora han cruzado una línea grotesca: prohibieron los vapeadores. No contentos con lo absurdo, han escalado hasta lo patético. No se trata de defender los vapeadores, sino de cuestionar la lógica detrás de su prohibición. En un país donde el combate a las adicciones es urgente, el prohibicionismo oficialista no solo es ineficaz, es un espectáculo de estupidez. En lugar de enfrentar el problema con educación y medicina, optaron por copiar los errores de los estadounidenses: criminalizar las sustancias y militarizar el combate a las drogas, como en las absurdas guerras de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

Las adicciones son un problema de salud pública, no de seguridad pública. Pero, aunque ondean banderas progresistas, los oficialistas actúan como moralinos y mojigatos, incapaces de desafiar a su líder. Por eso ni siquiera se atreven a legalizar el uso médico de la cannabis, una medida ampliamente respaldada por la ciencia y las experiencias internacionales.

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Los argumentos en contra de la prohibición de las drogas sobran. Es falso que la marihuana sea una puerta de entrada a drogas más fuertes; lo que realmente conecta al consumidor con sustancias más peligrosas es su venta en los mismos mercados negros, donde la ilegalidad mezcla todo. Al prohibir la marihuana, no se aísla a los consumidores, se les expone.

Mientras el mundo avanza hacia políticas más humanas e inteligentes, aquí se insiste en un prohibicionismo arcaico, conservador y absurdo. La prohibición de los vapeadores es la cúspide de este retroceso: un capricho legislativo del ex presidente López Obrador, ahora retirado en la selva, dejando tras de sí una herencia de leyes reaccionarias y delirantes.

Urge que el nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo rompa con este lastre, que abandone las ideas oxidadas de un caudillo insensato y adopte políticas verdaderamente progresistas. Legalizar la cannabis no es solo una demanda social, es una necesidad política, sanitaria y económica.

Mientras tanto, el mercado negro y el crimen organizado se frotan las manos. Cada prohibición les amplía la cartera de productos, les asegura nuevos clientes, muchos de ellos jóvenes que, gracias al miedo y la torpeza oficialista, seguirán siendo presa fácil.

El oficialismo se niega a pensar, y por ello, prefiere prohibir. Al hacerlo, no solo traiciona sus propias máximas, traiciona también a quienes más deberían proteger: a los jóvenes, a los ciudadanos, a la razón misma.

X: @HECavazosA