En México, el derecho a la protesta es uno de los pilares fundamentales de la vida democrática. La libertad de reunión, la libertad de expresión y el uso del espacio público para alzar la voz ante una inconformidad son prácticas protegidas por la Constitución y respaldadas por tratados internacionales. Las manifestaciones, pacíficas y con causa legítima, han sido históricamente un motor de transformación social. Sin embargo, en tiempos recientes, este derecho ha sido instrumentalizado por actores que, lejos de representar intereses ciudadanos, camuflan intereses partidistas bajo pancartas supuestamente independientes.

El caso del colectivo “Voz de los Usuarios” en Monterrey es un ejemplo preocupante. Aunque se presentan como defensores del pueblo contra el aumento de tarifas del transporte público, los hechos y las conexiones hablan por sí solos. Su lideresa, afiliada formalmente al PRI desde 2021, ha encabezado protestas que lejos de canalizar el malestar ciudadano, han derivado en actos violentos, enfrentamientos con Fuerza Civil y tentativas de vandalismo frente a Palacio de Gobierno. ¿El reclamo? Tan válido como irónico, pues sexenios y sexenios de administraciones priistas dejaron en el olvido y el rezago al transporte público. ¿La forma y el trasfondo? Totalmente cuestionables.

Porque una cosa es levantar la voz, y otra muy distinta es utilizar esa voz para desgastar al adversario político bajo el disfraz de indignación ciudadana. No se puede exigir justicia mientras se actúa con impunidad, ni se puede reclamar respeto institucional mientras se arremete físicamente contra agentes de seguridad y se intenta prender fuego a una sede de gobierno.

Las imágenes hablan más que cualquier discurso: la protesta se desvió de su causa y se convirtió en escenario de provocación. Esto no quiere decir que no exista un problema de fondo. Por supuesto que el transporte público en Nuevo León debe mejorar. Es un reclamo legítimo y urgente para miles de usuarios que dependen diariamente del sistema para trasladarse a sus trabajos, escuelas y hogares. Pero hay que reconocer también que el gobierno del estado ha enfrentado una red de concesiones opacas heredadas, rutas colapsadas por años de abandono y resistencias de empresarios que lucraron con el servicio.

En este contexto, el gobernador Samuel García ha dado pasos concretos: renovación de flotas, construcción de líneas de Metro, integración tarifaria y fortalecimiento institucional. ¿Todo está resuelto? No. ¿Se han cometido errores? Como en cualquier transformación de gran escala, sí. Pero desvirtuar los avances con protestas que responden a agendas políticas es una traición al ciudadano que realmente exige un transporte digno. Quienes gritan con bocina en mano, pero callaron durante décadas de desvíos, no representan al usuario. Representan una vieja forma de hacer política que hoy busca recuperar presencia a costa de la estabilidad pública.

La protesta es necesaria. Y debe cuidarse. Pero también debe tener un límite: la coherencia. Cuando una manifestación pierde su autenticidad, también pierde su fuerza moral. La ciudadanía necesita saber cuándo una exigencia es honesta, cuándo es orquestada y cuando parece buscar desestabilizar el orden en una fecha en la que el turismo se encontraba presente en la plaza más grande del Estado. No se trata de censurar, sino de desenmascarar. Porque una sociedad democrática debe permitir todas las voces, sí, pero también distinguir entre quienes piden soluciones y quienes solo buscan protagonismo. El transporte público merece un debate serio, abierto y plural. Uno que no se construya con extintores como látigos ni con slogans partidistas. Uno donde las propuestas superen a los montajes. Nuevo León tiene muchos desafíos, pero también tiene un gobierno que ha decidido enfrentarlos. La crítica es bienvenida. La simulación, no.