Hay un antiguo robot, chaparrito (de 60 cm de alto) y disfrazado de monje, que se da golpes en el pecho y murmura rezos, en el museo Smithsonian en Washington. Me contactó una amiga para indagar: ¿está realmente rezando? En el arte contemporáneo (del último siglo), se considera absoluta e incuestionablemente arte todo lo que haya sido creado con la intención de serlo. Lo que queda por definir es solo si la obra es buena, o mala, pero no se duda de si es arte o no. Entonces, el ingeniero/relojero que creó el robot de monje en el siglo XVI, lo hizo precisamente con el objetivo de que la máquina rece. Pero, a diferencia del arte, para rezar, la intención del creador del robot no es la que cuenta, sino la del individuo rezando. ¿Qué se requiere para rezar? ¿Lo tiene el robot?

Desde que empecé la vida monástica hace casi una década, la pregunta más frecuente que me hacen es sobre el voto de obediencia. Todos pueden entender por qué la renuncia a los bienes materiales (en el voto de pobreza) es un acto liberador. Todos sabemos que una bolsa de marca no te hace feliz, así sea una Birkin de Hermès, y que las posesiones (o el deseo de ellas) más bien terminan por encadenarte. Pero, ¿cómo entender que someter tu voluntad es un acto liberador?

En primer lugar, en México no se entiende la obediencia monástica por un problema histórico sencillo, los colonizadores no incluyeron a monjes de clausura para enseñar la doctrina católica. Y aunque las enseñanzas de la iglesia son las mismas en todo el mundo, los monjes de las órdenes antiguas son quienes, en mi opinión, viven el voto de obediencia en la forma más clara y sublime.

Pero el tema de la incomprensión sobre el voto de obediencia empeora en mi caso en particular por mi biografía. Ser una mujer de negocios, desde la adolescencia, en el contexto machista de México, no fue tarea fácil. A costa de sangre, sudor y lágrimas, sí; pero gocé siempre de una independencia y libertad (especialmente ante las convenciones sociales) de la que pocas mujeres en México pueden jactarse de tener. Entonces, ¿por qué decidiría yo, especialmente yo, dejar atrás mi cómoda posición de poder y someter mi libre voluntad?

Los interrogatorios siempre comienzan con preguntas sencillas. Pero una vez que el cuestionador entiende que tengo derecho a reflexionar sobre lo que se me ordena y que no se requiere seguir órdenes que alejen de Dios o hagan daño a nadie, el interrogador no se queda satisfecho comoquiera. Quieren siempre ahondar en el tema. Pero profundizar en el tópico de la obediencia no consta de entrar en detalles superficiales como: si puedo fumar o tomar vino o usar un celular. Es hasta gracioso ver las reacciones de los latinoamericanos cuando ven a un monje con una cerveza y un cigarrillo hablando en su celular. No es tan común, pero tampoco está prohibido. Esas convenciones morales tan inscritas en la adaptación del catecismo al continente americano (sobre la correcta apariencia) no son el tema de los monjes para nada; muy sencillamente, porque son completamente irrelevantes cuando se discute la obediencia monástica.

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Así me lo explicó el prior de Neuzelle, Pater Simeon Wester, cuando llegué a Alemania hace 6 años. Y me dijo dos cosas que me conmovieron profundamente y afectan mi manera de relacionarme con Dios hasta el día de hoy. La primera (y la que más me asombró) fue esta frase: La obediencia es la máxima expresión del amor. Inmediatamente me pregunté si había visto yo eso antes, el amor bajo esa premisa. Y me di cuenta que sí. La obediencia de una madre a las necesidades de un recién nacido es un acto insólito. Cuando la madre tiene un bebé, nadie se enfoca en el sacrificio que implica para la madre la incisiva tortura de al menos 4 meses, sino que el énfasis es en la dicha de poder volcar el amor de madre ante el bebé (quien por añadidura no entiende nada, solo pide, llora, come y se ensucia, y además no recordará ninguno de los sacrificios que exige). El amor de madre, creo yo, es verdaderamente un ejemplo fabuloso para explicar “el privilegio de obedecer” como se entiende en la vida monástica. En ambos casos, lo único presente es un amor inconmensurable ante el cual la queja se disuelve sin importar si el escenario es adverso.

Pero el prior de Neuzelle también dijo que no se puede amar si no se es libre, ni tampoco se tiene libertad sin amor. La libertad es un tema que abordaré en otro momento porque es muy amplio y complejo. Pero sí podemos regresar al argumento del robot/monje. Si para casarte se requiere que seas consciente y libre, para que el matrimonio sea válido, el robot no podría casarse, porque no posee ninguna de las dos cosas. Lo interesante aquí es ver que mucho menos podría rezar porque no es libre y no podría amar… más impresionante aún es entender, por lo tanto, que el robot no podría obedecer. Porque la obediencia monástica no es seguir las reglas (como un robot).

El prior me explicó que la obediencia no es una obligación, o seguimiento de instrucciones, sino un camino de deseo para estar en unidad perfecta con Dios. Lo comparó con tomar un avión y dijo: El asunto importante no es ni el viaje, ni el avión mismo, sino el destino. Otro monje de Neuzelle, Pater Malaquías, quien fue mi director espiritual, dice que todos obedecemos a algo, pero hay que preguntarse a quién, o a qué. ¿Cuál es ese destino, al que amamos y obedecemos? Y eso en el mejor de los casos… porque podríamos estar enfocados en la aeronave sin darnos cuenta.

Por último, lo que los preguntones terminan por cuestionar siempre es: ¿te pagan un sueldo? ¿No tendrías derecho a rezar con los monjes si no haces trabajo voluntario? Siempre acabo riéndome. Las oraciones son gratis, y cualquiera que aguante y desee 4 horas al día de rezos con cantos gregorianos puede entrar.

La regla de San Benito, que se escribió en el siglo sexto y marca las leyes bajo las cuales la mayoría de los monjes en occidente viven (y sigue vigente hoy, literalmente más de mil años después), comienza con la hermosísima primera frase: “Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón”. El obispo de Goerlitz, su excelencia Wolfgang Ipolt, quien tiene el voto de mi obediencia en sus manos, subrayó que el alemán tiene una mejor palabra para la obediencia: gehorsam. Que es un derivado del verbo “escuchar”. Creo que esa es la explicación perfecta para todos los que no entienden lo que hago aquí, viviendo como ermitaña en un pueblo en medio de la nada en Alemania del Este. Es la respuesta para los que no conocen la obediencia monástica como máxima expresión del amor… En las preguntas que me hacen sobre mi obediencia, encuentro que lo cuestionable son las preguntas mismas, porque atienden intereses humanos. Lo que hago aquí es procurar obedecer a Dios, y para eso se requiere una estructura que provea un espacio de silencio para poder escucharlo y amarlo.

Sobre la autora:

La madre Stella Maris es una monja ermitaña diocesana regiomontana. Después de trabajar en arte contemporáneo como crítica y curadora casi 30 años, dejó su trabajo en Frieze Art Fair (Londres y N.Y.) y el Museo Tamayo en CDMX (en donde dirigía la FORT) y se mudó a Alemania del este en 2018. Vive sola en una granja que convirtió en su ermita, apoyando con su trabajo a un convento de monjes Cisterciences a fundar un nuevo claustro en Neuzelle. El nuevo monasterio en construcción fue diseñado por la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao. Stella Maris creó y editó la revisa Celeste, asociada con Federico Arreola y después con Jorge Vergara. Como dueña de Editorial Celeste, Stella Maris publicó también la premiada revisa BabyBabyBaby entre muchas otras publicaciones.