El intenso debate mexicano en curso, en torno a las reformas electorales propuestas por el presidente López Obrador, su partido y aliados en el fondo tiene por objeto los límites y controles políticos y jurídicos propios de una sociedad democrática y Estado constitucional en proceso de maduración, cual es el caso mexicano, y de allí su trascendencia.
Por un lado, hemos asistido en semanas previas al hecho notorio de que el actor político principal del momento –Morena– no pudo reunir las dos terceras partes de los votos legislativos federales, requeridos para lograr la aprobación de lo que habrían sido reformas refundantes del sistema político: electoral, partidario y en parte gubernamental.
En ese evento funcionó un control constitucional de tipo político-legislativo, propio de una Constitución democrática, en el contexto de sendas movilizaciones sociales y políticas que operaron como vectores ciudadanos opuestos pero ilustrativos de la importancia de la decisión a tomar
Por el otro, el actor político principal sí pudo aprobar y concluirá en días próximos la aprobación de un paquete de reformas a seis leyes electorales secundarias que han sido o serán sometidas al control o revisión jurídica de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en tanto tribunal constitucional del país.
Dado que desde 2011 las propias fuerzas políticas pactaron reforzar los instrumentos utilizables, para que los poderes judiciales impartan justicia, habrán de aceptar que la Corte haga uso de ellos.
Es así que el Máximo Tribunal no sólo podrá contrastar las palabras y enunciados que los legisladores han colocado en esas leyes secundarias y las que aparecen en la Constitución, sino también las que el Estado mexicano ha avalado al suscribir convenios internacionales.
Más todavía, la Corte deberá tener presente y aplicar sus interpretaciones vigentes en relación con los temas y contenidos impugnados, lo mismo que los criterios y hasta recomendaciones de órganos internacionales que emiten sentencias o criterios válidos para México en la materia electoral y de derechos humanos.
Más aún, el tribunal constitucional podrá interpretar y asignar ampliando o restringiendo significados en el sentido más conforme con los derechos; los que impriman mayor coherencia entre disposiciones o normas, o bien, los sentidos más favorables para la ciudadanía.
En particular, tendrán que ponderar las medidas que impliquen restringir o modificar derechos o sus garantías –como el INE– y que prometan objetivamente mejores condiciones para que las elecciones sean libres y auténticas, por ejemplo, que las condiciones logísticas de su realización resulten las necesarias, idóneas y proporcionales para mantener la integridad de los procesos electorales.
La Corte podrá reflexionar al respecto antes de invalidar o validar algún contenido de tales reformas legales.
Es claro que no se tratará de una operación sencilla. No obstante, el Tribunal Constitucional cuenta con los recursos intelectuales, técnicos e institucionales para hacerlo muy bien.
La Corte deberá atender todos y cada uno de los conceptos, proposiciones y argumentos que las partes le expongan y, además de las evidencias que le alleguen, si fuera indispensable debería poder acceder a las que hicieran falta para justificar al máximo su resolución, incluida la posibilidad de sustituir o modular sus criterios precedentes.
Ante la pregunta que encabeza este artículo, la respuesta que la vanguardia jurídica y constitucional suele articular es: no se debe tocar los derechos si se consideran fundamentales, como el derecho a votar y ser votado, y no se deben tocar los principios-valor expresos que los protegen, por ejemplo, elecciones libres y auténticas, salvo que la justificación para hacerlo abone a esos principios o derechos y favorezca evidentemente más a la dignidad ciudadana. Esta es la que no se debe tocar.
Para lograr este sensible propósito, la racionalidad humana y su expresión constitucional ha inventado que los principios operativos expresos, por ejemplo la certeza, legalidad o equidad, o bien los principios implícitos, léase la austeridad o la integridad, deben ser armonizados en el contexto jurídico y socio-político relevante.
Luego entonces, el INE, la democracia o los derechos si pueden ser tocados, pero no para seducirlos, corromperlos, degradarlos o suprimirlos. Obviamente que no.
Pueden y deben ser tocados –correcta, verdadera y transparentemente– para recalibrarlos y reconducirlos a parámetros y escenarios que perfeccionen los mecanismos jurídicos e institucionales que permitan seguir traduciendo de manera fiel la voluntad política y preferencias electorales populares en voluntad política, legislativa y administrativa.
Dichos mecanismos y procesos constitucionales deben seguir siendo garantizados por los órganos autónomos y, en última instancia, por el propio poder judicial –imparcial e independiente–, al que ahora se le solicita su valoración.