Impensable la involución de Estados Unidos con el regreso de Donald Trump a la presidencia. El país que lideró la defensa de la libertad y la democracia ha repudiado en cuestión de unas semanas lo mejor de sí mismo. Lo que ocurre en la economía, tanto en EU como en el mundo por las decisiones de Trump, es grave, pero menor si se compara con el deterioro de principios fundamentales de la civilidad política occidental. El desprecio por la legalidad, la coexistencia de la pluralidad, la libertad de expresión y el debido proceso representa un retroceso alarmante.
Una diferencia clave entre Trump 1.0 y Trump 2.0 es su equipo. La mayoría de sus nombramientos son una afrenta a la dignidad del servicio público y la política. El contraste entre el actual vicepresidente, J.D. Vance, y su antecesor, Mike Pence, es muestra. Hoy dominan el desenfreno, la provocación y la ignorancia, amparados por ideas fijas, tan absurdas como obsoletas. Al igual que con López Obrador no es derecha, tampoco izquierda, es un conservadurismo autoritario.
La presencia de Elon Musk —el hombre más rico del mundo— liderando la reducción draconiana del gobierno es un hecho inédito; una celebridad de los negocios resuelve lo que corresponde al Congreso. La política arancelaria de Trump, marcada por la discrecionalidad para otorgar exenciones, abre paso a la incertidumbre y a la corrupción. En su último arrebato exigió la renuncia del titular de la Reserva Federal, Jerome Powell, por no reducir las tasas de interés, generando un problema legal mayor y acrecentando aún más la desconfianza en la economía estadounidense. Aparentemente, Trump decidió posponer tal exigencia por consejo de colaboradores cercanos.
En gran medida, un presidente es su equipo. Trump tiene algunas figuras destacables, como el secretario de Estado, Marco Rubio, hijo de cubanos exiliados durante la dictadura de Fulgencio Batista. Sin embargo, poco puede hacer ante esa línea. Para México, Rubio podría ser más razonable, pero es limitado en su margen de maniobra, además, suscribe la tesis de que los políticos mexicanos están coludidos con el crimen organizado.
¿Quién habla con la presidenta Sheinbaum? O mejor aún: ¿a quién escucha en la conducción de su gobierno? Es claro que López Obrador se encerraba en un círculo estrecho que le decía lo que quería oír. Hubo errores graves que se dejaron pasar. Su negativa a escuchar quedó evidenciada desde el principio, con la cancelación del aeropuerto de Texcoco, decisión que tomó contra el consejo de su secretario de Comunicaciones, Javier Jiménez Espriú; su jefe de Oficina, Alfonso Romo; y su secretario de Hacienda, Carlos Urzúa. Desde entonces, fue evidente que el gobierno, el gabinete y la política se definían a partir de su voluntad. El mensaje propio del tirano “El Estado soy yo”.
Claudia Sheinbaum es distinta en muchos sentidos, además, en casi todas las carteras tiene mejores colaboradores. Se le conoce por reaccionar con molestia ante críticas incómodas, pero quienes tienen acceso a ella aseguran que no genera distanciamiento y que hay respeto. Incluso, se dice que escucha razones y datos, puede cambiar sin sentir que está cediendo. Tiene claro que debe proteger a su antecesor, que lleva a contener las intrigas palaciegas. No obstante, los hechos son contundentes: los problemas heredados y los excesos de muchos —incluidos prominentes obradoristas— son evidentes. La presidenta los reconviene públicamente e invoca los principios del obradorismo para exhortar a la honestidad en un gobierno donde la corrupción y el cinismo están desbordados.
La presidencia carece de una figura que hable y actúe en nombre de la titular, también de una perspectiva realista y de la situación que está viviendo el país en muchos temas. Esto la hace propensa al error y que sea un gobierno reactivo. No hay coordinación con el gabinete, ni con el Congreso ni con los estados. Temas relevantes como el energético, la infraestructura o los desaparecidos están mal atendidos y se resuelven a partir de la presión. La atención presidencial se concentra en la inseguridad, la economía y la relación con el presidente Trump.
El pecado original remite al modo en que López Obrador resolvió la sucesión. No se trató de empoderar a quien ganara el proceso interno, sino de establecer una composición de poder repartido. Esta fórmula se ha cumplido en buena medida, salvo dos excepciones: Marcelo Ebrard no asumió el liderazgo del Senado y el hijo de López Obrador llegó al cargo más importante en la operación política de Morena, en una clara señal de sucesión adelantada.