Hace unos días, tomaba un café en la redacción de SDPNoticias con la joven, bella y muy chambeadora Stephanie Palacios (ella, además de periodista, es la encargada de organizar, corregir e ilustrar las columnas que lee usted en este medio).
No sé como salió en nuestra conversación el tema de “los nombres”, y le prometí que algún día compartiría una anécdota sobre mi nombre, en relación con el pintor tlaxcalteca Desiderio Hernández Xochitiotzin (uno de los grandes muralistas de nuestra patria, no tan conocido como Diego Rivera, Orozco u Siqueiros), pero no había tenido una oportunidad para redactarla, pues se vino encima el tema electoral.
Mi colega Eloy Garza publicó en SDPNoticias “El último genio de la pintura mexicana: Desiderio Hernández Xochitiotzin”, sobre un mural en Reynosa, Tamaulipas, justo en la aduana fronteriza con Hidalgo, Texas, el cual está balaceado por las ráfagas del narcotráfico, sin que nadie lo haya restaurado (recomiendo leer su texto).
Esto me otorga la excusa perfecta para cumplirle a Stephanie mi promesa.
La tierra del pollito Tocatlán
Mis padres, Lety y “el Pocho” (ambos ya difuntos), se conocieron en Tlaxcala a través de Panchito Hernández (hermano de Tulio Hernández, ex gobernador de Tlaxcala y ex de Silvia Pinal). Allí nació mi abuelo paterno, quien era ingeniero agrónomo (lo mismo que mi papá, quien es de Xalapa, Ver.)
Mi familia es de San Juan Totolac, donde muchos de mis parientes son panaderos (no dueños de panaderías, sino gente humilde, que elabora pan de fiesta para las ferias).
Tlaxcala es afamada, injustamente, porque los tlaxcaltecas se pasaron al bando de los españoles en la época de la conquista, sin considerar que los aztecas los tenían esclavizados, ignorando otros elementos más agradables y positivos, como sus atractivos turísticos, su pulque y algunos platillos gastronómicos, como el pollito Tocatlán o el mole prieto (que se guisa al aire libre, pues cuya grasa puede hacer explotar una olla y volar el techo, cual película de acción).
Hubo una época en la que mi papá vivió alternadamente entre el Distrito Federal y Huamantla, Tlaxcala. (cuya feria es afamada por las alfombras de flores y la Huamantlada, especie de pamplonada donde sueltan toros por las calles, uno que incluso me mandó al hospital).
Yo mismo viví dos años en Tlaxcala, Tlax., en la Coordinación de Cine Radio y Televisión, a principios de los noventa, donde viví mil aventuras que nunca terminaría de narrar.
En ese tiempo, hice amistad con Desiderio Hernández Xochitiotzin, su esposa Lilia Ortega, y su hija Citalli Xochitiotzin (una gran poeta y divulgadora cultural), infaltables en toda reunión y jolgorio del mundo de la cultura en Tlaxcala.
Desiderio y Lilia era como una versión tlaxcalteca de Diego Rivera y Frida Kahlo: él, siempre de overol, sombrero de palma y paliacate al cuello; ella, ataviada de vestidos regionales y hermosos peinados con trenzas.
En aquel entonces yo bebía (igual que la pareja) y con frecuencia lo visitaba a su estudio para conversar y tomar un pulquito. También platicaba con él mientras continuaba pintando el eterno mural de Palacio de Gobierno, labor que nunca concluía (como la Catedral de “La sagrada Familia” de Gaudí, que hasta la fecha se sigue construyendo, aunque el arquitecto haya fallecido hace siglos).
Una pincelada por aquí, otra por allí. Le tenía tanto amor a ese mural que parecía que nunca querría dejar de retocarlo.
Genio del surrealismo
Sabiendo que Xochitiotzin era muy religioso, una vez le pregunté su opinión sobre una pintura de Salvador Dalí (mi pintor favorito), donde Jesucristo se observa desde una perspectiva aérea, por encima de su cabeza. En vez de escandalizarse por la obra, me explicó calmadamente:
“Evidentemente es una obra surrealista, y así hay que tomarla. Nadie puede estar por encima de Dios”.
Desiderio Hernández Xochitiotzin
La importancia de llamarse Tona
La anécdota prometida a Stephanie Palacios en realidad tiene más que ver con su esposa Lilia Ortega, que con el maestro.
En Tlaxcala, además de apellidos prehispánicos (como el propio Xochitiotzin), abundan los nombres, destacando los principales próceres locales: Xicoténcatl y Tlahuicole (yo tengo parientes así nombrados). Mi mamá fue la que me puso Tonatiuh, y mi papá, Rafael (en honor a un torero).
Curiosamente me he topado con varios homónimos: “Rafael Tonatiuh” (incluso en mi escuela, el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM, han habido tres egresados más con ese nombre).
Una vez en TV-UNAM, alguien me preguntó por mis “programas sobre bosques”, confundiéndome con un homónimo, de los que no sabía nada. Pensé que al toparme con el otro Rafael Tonatiuh, haríamos una implosión cósmica, pero cuando lo conocí, no pasó nada (ni siquiera nos parecíamos).
En un banquete tlaxcalteca, Lilia, la esposa de Desiderio, me preguntó mi nombre (me causó gracia que, después de tanto tiempo de tratarnos, no supiera como me llamaba), le dije muy orgulloso: “Rafael Tonatiuh”.
Lilia me miró con admiración unos segundos. Luego musitó lentamente:
“Tonatiuh… Tonatiuh… El Dios Sol… el Padre Amor… El que nos dio el maíz… el que nos enseñó las artes… todo Fuego, Luz y Bondad… ese es Tonatiuh”.
Lilia Ortega, esposa de Desiderio Hernández Xochitiotzin.
Luego me miró de arriba abajo, tomó su trago y gritó: “¡Tú que vas a ser Tonatiuh! ¡No chingues!... ¡Tonatiuh tiene que resplandecer! ¡Mírate!... Tú que vas a ser Tonatiuh. ¡Sácate de aquí!”