Después de la desbordada demostración de fuerza del presidente López Obrador del pasado domingo, resulta inevitable cuestionarse sobre si sus intenciones van más allá que la del triunfo de su causa en las elecciones de 2024. Legítima la pretensión de que prevalezca su partido, pero no todos los recursos para lograrla, que hace de la presidencia de la República un medio al servicio de una parte, de una causa.
Andrés Manuel López Obrador es una persona formada en la desconfianza, y hay en él una vena que raya en la paranoia, un persistente complot imaginario que a él y a todo lo que hace amenaza. La realidad es que nada le garantiza que quien gane, si fuera de su partido, actúe de acuerdo con sus pretensiones; y es aún más difícil por su singular personalidad y estilo de gobernar. Dejará un país distinto, una sociedad diferente con inercias complicadas de revertir y, en los ámbitos legal, de seguridad y económico se vivirá en campo minado. De ganar Morena deberán emprenderse cambios, ajustes y, sobre todo, recoger los platos rotos después de la fiesta obradorista.
Algunos creen que López Obrador buscará ser reelecto. No hay manera. Se requiere cambiar la Constitución y si no hubo mayoría para aprobar la reforma eléctrica o ahora, la reforma político electoral, mucho menos hay espacio para reestablecer la reelección presidencial consecutiva. Tampoco hay posibilidad de que por la vía de los hechos se invalide a la Constitución para tal empeño. En las condiciones del país es impensable una ruptura del régimen institucional, además de que el presidente ha sido consistente en su repudio a los vientos reeleccionistas.
López Obrador tiene un fuerte ascendiente popular, es el único factor de poder al interior de Morena y, como nadie, ha logrado un entendimiento con la cúpula militar. La acentuada personalización del proyecto político lleva a pensar en el maximato, o el poder del expresidente sobre el sucesor y la estructura política y partidaria, a semejanza de Plutarco Elías Calles previo al cardenismo.
No está claro qué pueda suceder. Por una parte, está la duda sobre si la fuerza popular de AMLO persistirá sin el blindaje que ofrecen los recursos del poder formal, particularmente, el protagonismo mediático asociado a la investidura presidencial. El poder es engañoso a quien lo ostenta, más cuando hay enormes espacios de discrecionalidad para reprender o premiar derivados de la investidura. Asimismo, es el caso del sucesor o sucesora. El poder no se comparte y quien arriba al gobierno entiende que su mandato se deriva de las urnas, no del ungimiento de la candidatura. Además, la lealtad, subordinación o sometimiento es al presidente, no a quien detenta la investidura.
La sociedad se cansa de los gobernantes que ejercen el poder con intensidad. Incluso de aquellos que lo hacen con acierto y en momentos de singular relevancia. Allí está el caso emblemático de Winston Churchill, líder extraordinario del Reino Unido en los momentos dramáticos de la segunda guerra mundial y ganador reconocido e irrefutable. Aun así, perdió su elección. El deseo de cambio se sobrepuso al del reconocimiento.
La popularidad de AMLO genera inercia al maximato, pero es previsible padezca la ruindad que acompaña el dejar de ser presidente. Además, dentro y fuera, su estilo de gobernar no conoce comedimiento. No deben olvidarse los intereses lastimados inevitables en el ejercicio del poder; también quienes viven en el agravio imaginario o interesado; los amigos y aliados son escasos y algunos falsos; los enemigos son reales y, a veces, embozados. Así es la política, el poder y la condición humana. La figura de la revocación de mandato complica al sucesor; sin embargo, los recursos del poder presidencial permiten sobreponerse.
Ser buen presidente es una empresa difícil en extremo, condicionada por la fortuna y la virtud; todavía más es ser buen expresidente, porque depende del carácter y la inteligencia emocional. Se dice que al decidir sucesor en realidad se escoge verdugo. Prepararse para dejar de ser es tan importante como ser.