Recuerdo cuando varios entusiastas e ingenuos ingenieros recibieron a un puñado de periodistas y activistas ambientalistas, entre los que yo me encontraba, para recorrer el imposible Aeropuerto de Texcoco presumiendo que, a pesar del triunfo electoral en 2018 de Andrés Manuel López Obrador, esta mega obra continuaría y vería la luz porque lo opuesto, es decir, su inminente cancelación, era una atrocidad para las finanzas por los contratos y las penalizaciones que de todas formas tendrían que liquidarse.

Una lista interminable de ventajas: paneles solares, reutilización de agua y la promesa de ser el punto de encuentro de todo América. Más tardaron en recuperar el aliento que el presidente en cumplir su promesa: con todo y millones en cláusulas por cancelación, a pesar de los gastos ya efectuados, los planes o los avances que se pudieran tener, nada de eso importaba pues lo que fue promesa de campaña se iba a convertir en realidad. Así, de plumazo en plumazo, ese proyecto quedó enlodado -inundado por temporadas-, eventualmente, olvidado en el segundo o tercer plano de una transformación que tendría mucho más para dar de qué hablar.

Hoy al escuchar a López Obrador recuerdo al mismo recién protestado como presidente constitucional que calmaba a los mercados por la cancelación del Aeropuerto Internacional de Texcoco mientras anunciaba otro aeropuerto, sin corrupción y con austeridad. Sabemos cuál fue el resultado.

El episodio que enfrenta el diseño constitucional mexicano es similar a ese momento en que, con todo y las opiniones especialistas de ingenieros, abogados, arquitectos, comunidades o voces aderezadas con la especialización que el lector guste, pasó lo que el presidente quería que pasara. Las consecuencias las hemos asumido todas y todos. El hecho es que, con todo y parlamentos en el Senado de la República, cartas del poder judicial o reuniones, ya hay un proyecto de reforma judicial que no admite cambios.

Es un hecho que nos encontramos en la antesala de una ruptura que podría afectar aquello de lo que tanto nos quejamos, pues la reforma judicial oficialista busca destruir aquello poco que ha funcionado bien: el sistema de control constitucional, sin pensar ni analizar en lo que envenena a las sociedades, en el hartazgo por la violencia y los abusos, que es la impunidad.

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No se trata de una reforma para los poderes judiciales locales, que es en donde impera la corrupción, ni para agilizar las causas de justicia cotidianas, las del pueblo, las de la gente de a pie que son la materia civil, arrendamiento y familiar. Se trata de una reforma que neutralice y elimine cualquier tipo de poder que pueda representar un equilibrio, considerado por el presidente como una amenaza a su proyecto, desterrando a juzgadores, magistrados y ministros con carreras judiciales y experiencia acumulada para darle paso a personas abogadas que tal vez, no encontraron espacio para ser legisladores.

Deseo equivocarme. Sin embargo, temo que no será así. A pesar de las advertencias, opiniones especialistas y comentarios., sin reparo alguno de las opiniones del poder económico y menos aún del sector de juristas, que ya ha sido tan despreciado por el presidente, la reforma tiene como finalidad concretarse durante el mes de septiembre.

No basta Claudia Sheinbaum, ni la sensatez que advierten sus consejeros. Cómo dirían los más enérgicos simpatizantes: “La reforma judicial va”

Por cierto, poco o nada deben preocuparse los inversionistas extranjeros. La justicia en este país siempre ha favorecido –y seguirá favoreciendo– a los grandes capitales siempre y cuando, éstos no interfieran con las expectativas de poder del obradorismo. Después de todo, les gusta el dinero, lo que no les gusta son los contrapesos ni la Constitución. Por algo la han de cambiar.

X: @ifridaita