En la cotidianidad social, nadie parece percibir con claridad el conflicto entre la libertad y la igualdad que es tema central en la Filosofía Política. Los políticos inmersos en la retórica de sus discursos y la tecnificación de la política pasan de largo frente a este dilema, y para la ciudadanía, envuelta en el embrujo de internet y sus narcisistas redes sociales, el tema es francamente irrelevante. Con la nueva Edad Media nos hemos topado Sancho.
No se trata de un asunto naif o trivial, sino de la gran discusión que debemos afrontar los humanos en el siglo XXI, pues en ella nos va la permanencia como civilización.
Los defensores de la libertad negativa, que tiene su origen en el famoso discurso de Benjamin Constant (La libertad para los antiguos comparada con la de los modernos), argumentan que la imposición de medidas para lograr igualdad limita las elecciones y decisiones individuales. La redistribución de riqueza interfiere con el derecho a disponer libremente de los frutos del trabajo propio. La desigualdad es tanto natural como un producto de las elecciones legítimas de las personas. Las personas tienen talentos, intereses y prioridades diferentes. Forzar la igualdad de resultados elimina los incentivos del mérito, el esfuerzo y la innovación. En la búsqueda de igualdad, se homogeniza a las personas, suprimiendo diferencias culturales, económicas o de estilo de vida, lo que limita la riqueza de la individualidad y el esfuerzo. Imponer la igualdad requiriere de un control estatal excesivo; restringir las libertades de mercado, expresión y asociación.
En favor de la igualdad se argumenta que la desigualdad extrema socava la real libertad porque es producto de un atraco histórico, el robo de la riqueza que se genera en una relación de producción. En una sociedad profundamente desigual, las personas carecen de las mismas oportunidades reales para ejercer su libertad. Sin acceso a la satisfacción de las necesidades materiales no es posible competir, una competencia justa exige un piso parejo. La libertad económica sin regulación concentra el poder económico y la riqueza en unas pocas manos, restringiendo las posibilidades de los demás. Sociedades con altos niveles de desigualdad experimentan tensiones sociales y conflictos. Una sociedad igualitaria asegura que todas las personas tengan los mismos derechos y oportunidades, lo que es esencial para una libertad efectiva y justa. Garantizar que todas las personas comiencen desde una base similar, con acceso a la alimentación, vivienda, educación, salud y derechos sociales, sin imponer igualdad de resultados.
El exceso de optimismo del discurso de la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han) impone la ceguera frente al conflicto. Se niega el conflicto porque en la sociedad del esfuerzo y la banalidad es vital ocultar la igualdad de la desigualdad planetaria, donde los iguales en su marginación presionan a los libres iguales en su individualidad egoísta.
Carlos, aunque los optimistas posmodernos lo nieguen, la lucha de clases está más viva que nunca, global y absolutamente descarnada.