En buena medida la fortaleza y las debilidades de un partido político se derivan de los resultados que alcanzan en la competencia por el poder político; de ahí que las crisis comúnmente sean hijas de las derrotas, pues éstas llaman a revisar estrategias, propuestas, candidaturas, estrategias implementadas, imagen y presencia social.
La derrota del PRI en el 2018 fue brutal pues le ocurrió siendo partido en el poder y después de haber interrumpido exitosamente su ciclo como oposición. ¿Por qué perdió?, fue esa una pregunta insistente y encontrarle respuesta mereció un trabajo de análisis detallado que arrojó un hecho sorprendente. El PRI que perdiera en el 2018 prácticamente fue inoperante, pues la mayor parte de su estructura territorial, sectorial y sus órganos de gobierno, se encontraban vencidos, estaban desarticulados y funcionaban de forma simulada.
Lo que el partido decía ser, no existía; la campaña del candidato presidencial José Antonio Meade, se realizó mediante el esfuerzo que él efectuó y con una muy baja contribución del partido; además fue un candidato de carácter externo, no militante y que tuvo muy baja influencia e injerencia en la estructura del partido.
Muchas cosas más se pueden decir de esa campaña, pero el hecho fundamental es que el PRI tuvo uno de los niveles de operación y de incidencia en el electorado más bajos de su historia; casi parecía un diseño preparado deliberadamente para perder. Pero si bien Meade fue vencido, otros encontraron alivio o recompensas en la derrota por la vía de las candidaturas plurinominales a la Cámara de Diputados o al Senado; ahí se pertrecharon, a pesar de que entre ese grupo muchos realizaron un esfuerzo y una contribución que no fue la mejor y que debe ser sometida a una rigurosa crítica.
La crisis de la derrota del PRI en el 2018 fue brutal, pues la representación que alcanzó en el poder legislativo fue la más baja de su historia, de modo que no sólo perdió la presidencia de la república, sino buena parte de su peso político. Al mismo tiempo, su plataforma electoral y su programa habían sido diseñados con la expectativa de ganar la elección presidencial, de modo que al no haber cumplido tal propósito, sus definiciones y propuestas se encontraban claramente desfasadas.
En ese contexto se llevó a cabo la renovación de la dirigencia nacional en 2019, conforme a las disposiciones estatutarias que planteaban la necesidad de proceder en tal sentido. En ese momento la arquitectura organizativa del partido adolecía de un perfil claro para funcionar como una oposición antagónica, tal y como resultaba imprescindible ante las condiciones que marcaba el partido en el poder y su gobierno. Cierto, ya en la etapa 2000-2012, el PRI había sido opositor, pero las circunstancias de entonces lo ubicaban en la posibilidad de ejercer su tarea en un marco claro de participación en las definiciones de gobierno; es decir como una oposición responsable.
La necesidad de ubicarse ahora como una oposición antagónica sólo fue posible mediante ajustes estatutarios que ofrecieron una mejor articulación al partido, así como mediante la apertura a la realización de coaliciones abiertas a otras fuerzas políticas, en el entendido que las disposiciones internas anteriores lo impedían.
Con las reformas estatutarias de 2020 se construyó una nueva gobernabilidad interna y una mejor postura para detonar alianzas con otros partidos. Sin esas herramientas la viabilidad del partido seguramente se hubiera extraviado; pero las acciones emprendidas no siempre se comprendieron y hubo quienes las aislaron del contexto en que fueron adoptadas, se sintieron incómodos con ellas, las combatieron y descalificaron.
En paralelo, el gobierno actuó como una fuerza política que combatió a la oposición y, desde luego, al PRI con la intención de desarticularlo y de inducir su derrota en las elecciones locales, como claramente quedó demostrado en Sonora, Sinaloa y Campeche, donde cooptó a los gobernadores que fueron derrotados, y quienes encontraron clara recompensa mediante cargos que les fueron concedidos en el servicio exterior mexicano.
Las acciones y permanencia de la dirigencia nacional del PRI fueron combatidas ferozmente desde fuera e incluso desde dentro; algunos con posturas que merecen un amplio debate, pero otras con la impostura de ver afectadas sus expectativas, a pesar de haber obtenido beneficios a través de las candidaturas que obtuvieron en el escenario catastrófico de 2018, cuando se multiplicaron desaciertos graves para conducir al partido, integrar a su dirigencia, formular estrategias y generar una dinámica de auténtica competencia política.
Las renuncias orquestadas que se han presentado y que destacadamente involucran a algunos y algunas de los que fueron privilegiados para arribar al Senado de la República en el 2018, encuentran su explicación en ese contexto y, por eso mismo, merecen el más amplio repudio. Se orquestaron para infringir daño, en un momento donde el PRI se encamina exitosamente para formar un gran Frente por México y desde ahí construir una candidatura opositora a la presidencia de la república en alianza con el PAN y el PRD; se presentan de forma acordada y para vulnerar al partido en el que militaron y del cual obtuvieron grandes beneficios; exhiben que su militancia tuvo un sentido utilitario y que la culminan cuando el rendimiento que les ofrecía declinó.
La crítica que pretenden infringirle al PRI y a su dirigencia, evade la autocrítica que debieran, por principio, hacer respecto de su propio actuar. Si el saldo que realizan a los primeros es negativo, el que se puede practicar hacia ellos mismos es brutalmente reprobatorio; personifican y estelarizan mucho de lo que debe deslindarse del partido.