En la agenda legislativa se encuentra inscrito el tema de la iniciativa para desaparecer a siete organismos autónomos que resultan disfuncionales a los propósitos y operación del gobierno; se plantea, entre otras supresiones, la eliminación del encargado de garantizar el acceso a la información pública, INAI; la Comisión Federal de Competencia Económica, COFECE; el Instituto Federal de Telecomunicaciones, IFT y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, CONEVAL.

Se alude el argumento de que dichos órganos realizan funciones que pueden y deben ser absorbidas por dependencias del poder ejecutivo, conforme al ámbito que corresponde a sus respectivas áreas de responsabilidad, lo que- se pretende- contribuya a la simplificación orgánica de la administración pública, así como a la austeridad republicana.

Sin embargo y al margen de los objetivos formales aludidos, existe un claro trasfondo en cuanto a una evidente pulsión centralizadora que recela de una institucionalidad fuera del control directo de la presidencia. Domina una propensión que se solaza del verticalismo y de la disciplina burocrática dentro de una jerarquía de mando que ha de tomar el dominio, pues la independencia de criterio en el aparato público no cabe en la visión gubernativa, así se constriña a la fase reguladora.

La voluntad presidencialista derrotará y anulará, mediante esa decisión, un eje que se movía por sus propias disposiciones normativas, con capacidad autónoma hacia la administración central del gobierno y que, a pesar de las intenciones de la iniciativa supresora de esos organismos, todo indica que el aparato administrativo distará de propiciar un menor gasto público. Por el contrario, conllevará a un intrincado andamiaje de funciones en algunas secretarías; también conducirá al sacrificio de la transparencia, así como a suprimir ingresos que, como ejemplo, generó la COFECE por la aplicación de sanciones, incluso mayores que los de su costo operativo; ello sin mencionar los beneficios que ellos aportaron y que con su eliminación serán seguramente extraviados.

Las funciones que realizan, todavía, tales instancias se reabsorberán, pero no sucede así con la manera autónoma de llevar a cabo su cumplimiento; se rompe, de esa forma, una estructura que escapaba al dominio directo del poder ejecutivo, lo que pone de manifiesto la continuidad a una línea de acción encaminada a evitar la existencia de límites u obstáculos al despliegue irrefrenable del presidencialismo. En el entendido que los llamados organismos autónomos establecían, además de su aporte de regulación profesional sobre actividades especializadas y de evaluación, un andamiaje de contrapeso al ejercicio del poder ejecutivo.

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El viejo poder omnímodo o exacerbado de un presidencialismo que se proyectó en nuestro país después de la etapa de los caudillos vuelve por sus fueros; pero lo hace sin la justificación de edificar un régimen político en formación -que entonces lo animaba-. Se trata de una visión que añora la operación de un sistema casi sin contrastes ni equilibrios, y que tendía a integrar, en la propensión unificadora del Estado, al gobierno, la nación, a la sociedad y al pueblo, condenando a los inconformes y críticos, a la disidencia, y a ser descalificados desde el espacio público.

En esa óptica, al gobierno le molesta tanto las organizaciones autónomas, como la pluralidad política y los contrapesos entre los poderes. Por lo pronto tiene alineado al Congreso a través de su super mayoría y de los métodos de cooptación subrepticios e inconfesables que ha ejercido para hacerse de los votos que requiere en el Senado. En consecuencia, y como resabio de esa nostalgia por el presidencialismo todopoderoso, tiene lugar una feroz acometida para disminuir a la oposición, a través de impulsar su reducción a una presencia mínima en la Cámara de Diputados, por la vía de la interpretación que se dio respecto del famoso reparto de plurinominales, a través de un criterio que llevó al absurdo de que un porcentaje de votos que alcanzó el 54% de los sufragios emitidos para la integración de ese órgano legislativo por parte del partido en el gobierno y de sus aliados, se convirtiera en una participación, a favor de ellos mismos, de más del 75% respecto del total de los miembros de ese órgano legislativo.

A esa misma orientación ha correspondido la famosa reforma del poder Judicial, que ha implicado remover al total de juzgadores y de instalar un tribunal de disciplina judicial que habrá de someter a sus integrantes, alejándolos de la especialización y profesionalismo necesario en la tarea de juzgar, y que hará de su designación electiva un juego para legitimar las decisiones de los Comités de Evaluación dominados por el propio ejecutivo, su partido y su demostrada capacidad disciplinaria.

Una sola línea recorre estas tres pautas; en primer lugar, la acción emprendida en términos de las declaraciones vertidas por los agentes del gobierno para asumir la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados y de intimidar para hacer lo propio en la Cámara de Senadores; la otra es la reforma al poder judicial y, la tercera, la destinada a eliminar a buena parte de los organismos autónomos.

El camino que vincula a dichas iniciativas y acciones es uno mismo, tiene un denominador común que se llama retorno al presidencialismo extremo. Se trata de un trayecto que desconoce a la transición democrática y que abraza tanto al populismo como al autoritarismo. Un mismo impulso recorre esas tres medidas; se trata de romper límites, equilibrios y contrapesos para que el poder ejecutivo despliegue su fuerza sin límites y, al hacerlo, ordene, discipline y alinee al conjunto de la sociedad.