El régimen actual ha tenido éxito en socializar su visión negativa del pasado no tan inmediato, no tan lejano. En su versión, la tragedia nacional se remonta al llamado periodo neoliberal, al fin del nacionalismo revolucionario o como quiera llamarse, que llevó al gobierno a cambiar las coordenadas del ejercicio del poder. Inicia con el presidente Miguel de la Madrid. El orden en las finanzas, la privatización, la apertura comercial se contraponen a la política económica que llevó al país a una severa crisis y más que todo, a un modelo político y económico que en sus fundamentos se agotó. Ante el desastre se optó por la estabilización económica a partir de las recomendaciones del FMI, percibida como una grosera pérdida de soberanía y lo era, la globalización se impuso.

En una primera etapa la economía se privatizó, cancelaron subsidios sociales e inició el proceso de apertura comercial. El giro dio lugar al rechazo político, el PRI se fracturó y una parte se asoció con la izquierda. Aunque el objetivo central era el rechazo a las decisiones económicas, la disputa se trasladó a la lucha por el voto. 1988 es el quiebre político; el sistema electoral muestra su elemental incapacidad para legitimar autoridades, a manera de respuesta el salinismo promoverá un proyecto de modernización que modifica a profundidad las instituciones electorales, emprende un programa social de alcance mayor para las zonas populares urbanas, profundiza las decisiones de privatización y apertura con el logro del acuerdo comercial con EU y Canadá, poderosa palanca de transformación de la economía mexicana.

1994 es otro momento de fractura profunda. El levantamiento zapatista apunta a la desigualdad, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu a la descomposición política y al desastre en materia de legalidad y justicia. La transformación se centra en una reforma al Poder Judicial y a la Corte para dotarla de eficacia como garante de la Constitución a partir de la independencia y autonomía de los juzgadores y nombrando un procurador proveniente de la oposición. Lo primero dio buenos resultados, no lo segundo a pesar de que hubo avances históricos para abatir la impunidad. El desaseo en la investigación sobre el homicidio de Francisco Ruiz Massieu hizo insostenible el nombramiento y la cohabitación.

El gobierno salinista heredó una severa fragilidad en las finanzas públicas por el vencimiento de los compromisos de deuda. La sociedad mexicana, especialmente la clase media pagó muy caro la medicina de caballo para alcanzar la estabilidad y el crecimiento. Dio buenos resultados a elevados costos sociales y fue el punto de partida en beneficio de generaciones de mexicanos que no saben lo que es una crisis económica. El país cambió en casi todo. La democracia electoral ingresó por la puerta grande en 1997 y el crecimiento económico con estabilidad se hizo presente. Los gobiernos panistas fueron más de continuidad que de cambio. La exclusión, los beneficios no se socializaron y la venalidad y la impunidad persistieron; en el periodo de Peña Nieto se volvió espectáculo e impudicia.

El descontento se generalizó lo que llevó a la debacle no de los partidos otrora en el poder, sino del sistema en su conjunto. Se leyó mal a López Obrador, él propuso acabar con el régimen y cumplió con la destrucción de mucho de lo bueno alcanzado a lo largo de lo que él llama el régimen neoliberal: la normalidad democrática, la división de poderes, un escrutinio riguroso al poder con la libertad de expresión, la transparencia y el papel de la Corte para salvaguardar a la Constitución frente a las autoridades y el Poder Judicial. La propuesta no fue reformar o reconstruir, a pesar del consenso sobre la necesidad de cambio, la mayoría legislativa y de su ascendiente popular. Se optó por destruir, sin resistencia significativa. Unos expectantes, otros más en el aplauso. Incomprensible la inactividad de las élites frente al exceso y el abuso devastador, evidencia de que la transformación ética implícita en el modelo democrático nunca les llegó. Sobrevivir en sus privilegios ha sido su mística y el régimen que les desprecia ha aprovechado recreando la imagen de un amplio consenso.

El ciclo de la destrucción continúa, al igual que la polarización. Se puede seguir recurriendo al pasado para justificar, pero las soluciones no se pueden posponer y es iluso pensar que los beneficios del clientelismo y los de la recuperación de ingresos continuarán en un país que no crece y que cada vez requiere de mayores cuotas de autoritarismo para mantener el consenso.