Refutaciones Políticas
Náufrago en una isla desierta, como Robinson Crusoe, el ser humano se encuentra solo en el vasto océano del cosmos, aferrándose a la levedad de la dignidad como a una tabla de salvación. Crusoe, en su aislamiento, no solo sobrevive, sino que inventa un mundo. Construye refugios, domestica la naturaleza, establece reglas, rituales y estructuras que le permiten mantener la cordura y aferrarse a un propósito. De manera similar, la humanidad ha creado la idea de la dignidad como un artificio simbólico, una estrategia de supervivencia psíquica frente a la indiferencia del universo. En este sentido, la dignidad es una invención necesaria: una respuesta cultural, filosófica y política ante el absurdo de la existencia, como ya intuyera Albert Camus en El mito de Sísifo, donde la conciencia del absurdo no lleva a la renuncia, sino a una rebelión silenciosa, afirmativa y lúcida.
Robinson Crusoe, enfrentado al aislamiento radical, se convierte en el arquitecto de su propio orden. La isla que habita funciona como una metáfora de la condición humana: solitaria, inhóspita, carente de sentido intrínseco. Su proyecto de civilización no nace de una certeza metafísica, sino de la necesidad de preservar su humanidad. Así como Crusoe organiza su entorno para resistir la locura, el ser humano inventa marcos de sentido —como la dignidad— para protegerse del vértigo existencial. Peter Berger y Thomas Luckmann, en La construcción social de la realidad, sostienen que la sociedad es una empresa humana cuya función esencial es la producción de significado. La dignidad, entonces, puede leerse como una de esas construcciones necesarias para no naufragar en el caos.
Pero esta dignidad, reconocida como principio fundamental en numerosas constituciones y tratados internacionales, es una noción leve, frágil, vulnerable. Aunque Kant la concibiera como un valor absoluto e intrínseco del ser humano en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, su realización práctica es permanentemente amenazada por la realidad. En contextos de guerra, miseria o exclusión, esa dignidad se descompone, se diluye, se olvida. Agamben explora justamente esta paradoja: el ser humano como vida desnuda, reducido a su mera existencia biológica, despojado de todo valor simbólico o jurídico. Así como la frágil civilización de Crusoe podía venirse abajo con una tormenta o la aparición de un extraño, también la dignidad humana se tambalea en cuanto desaparecen las condiciones que la sostienen, especialmente la condición de ayuda mutua, la cooperación como condición necesaria para la existencia.
Desde una mirada nihilista, como la que propusieron Nietzsche o Cioran, la dignidad no es un hecho objetivo, sino una ficción útil. Es una ilusión necesaria, una invención que nos permite soportar la crudeza del existir. Emil Cioran lo expresó sin ambages: la existencia no tiene ningún sentido más allá del que nosotros le imponemos. Como Crusoe se aferra a sus rituales para no enloquecer, la humanidad se aferra a la idea de dignidad para no ceder al abismo. Esta invención, lejos de ser una mentira, se convierte en una herramienta vital: un artificio que nos mantiene en pie en medio del vacío.
Y como toda invención, su permanencia no depende de su esencia, sino de su entorno. La dignidad necesita ser sostenida desde lo extrínseco: mediante el reconocimiento social, las normas jurídicas, las instituciones políticas y los acuerdos culturales. Axel Honneth, en La lucha por el reconocimiento, plantea que la identidad individual se construye a partir de la validación mutua. Sin ese espejo social que nos confirma nuestra dignidad, esta se desintegra. Martha Nussbaum también ha insistido en esta idea desde la teoría de las capacidades: no basta con declarar que todos los seres humanos poseen dignidad; es necesario crear condiciones materiales, jurídicas y sociales que la hagan posible.
Así, la dignidad humana, como la isla de Crusoe, es un espacio artificial, precario, siempre en riesgo de derrumbe. Pero justamente por ser una invención, puede ser defendida, reconstruida, habitada con sentido. Aunque no es una verdad eterna, sí es una verdad útil: una creación humana para resistir la indiferencia del cosmos y la violencia del mundo. En ella se juega la posibilidad de lo humano.
Porque si la dignidad es una mentira, es, al menos, la más bella de todas. Y cuando ya no creamos en ella, no quedará nada que nos distinga de los escombros que flotan, mudos y sin sentido, en el silencio del universo.