Pretende incorporar el gobierno una premisa o precondición para quienes lo critican, analizan o descalifican; la intención es demeritar los argumentos o datos de quienes lo hacen así, bajo la idea de que carecen de calidad moral., han estado implicados en conductas o hechos que son objeto de repudio, por lo que son incompetentes para hacerlo.

La lógica implícita en ese silogismo es que no todos pueden tener mérito o capacidad efectiva para opinar; así, los argumentos esgrimidos carecen de valides por sí mismos -sin importar la contundencia o fuerza que tengan-, pues lo que está a debate es la solvencia de quien se atreve a manifestar su punto de vista. Se juzga a quien comete la impertinencia de juzgar de forma crítica. Se juzga al juzgador; se elude la fiscalización y la que se realiza de manera oficial se ve colonizada.

Entonces, la libertad de opinión, cuando se ejerce en sentido analítico para examinar y descalificar a las autoridades o se dirige a contravenir al discurso oficial, queda condicionada; es sometida a restricción por la vía de demeritar a quienes la emiten; de esa forma, lo importante no es lo que se dice y los datos que se aportan, sino la personalidad, los méritos o deméritos personales de quienes lo hacen.

Se instituye un tribunal moral que sentencia a las personas que denuestan al gobierno; se les permite elevar su voz, pero se les degrada; se les aplica una especie de mordaza a través de un ejercicio de intimidación que los amenaza con hurgar sucesos de su vida que puedan ser controvertibles, por medio de difundirlos con la fuerza que detenta el jefe de Estado.

Ocurre un traslado pernicioso en el debate, pues no se discuten ideas y argumentos; lo que se examina es a las personas. Así, nadie que pueda tener antecedentes por haber cometido faltas de carácter administrativo, fiscal, penal o de ser cuestionado por asuntos éticos, puede emitir una opinión que tenga peso y trascendencia.

La fuerza del Estado se aplica como capacidad de intimidación y denostación hacia los críticos, de modo que éstos quedan reducidos a una condición de disidentes que merecen ser objeto de hostilidad, intimidación y persecución.

Si el Estado del liberalismo decimonónico era un Estado policía; el del gobierno actual es un Estado policiaco que hace uso de archivos, de información, de carpetas de investigación para darlas a conocer cuando se trata de poner en entredicho a personajes que toman distancia del gobierno y que cuestionan sus actos.

Un Estado policíaco que muestra gran eficiencia para disminuir e intimidar a quienes no se le alinean porque, al hacerlo, adquieren el carácter de adversarios sujetos a ser combatidos, pues se oponen a lo que se considera la verdad a defender; la causa a sostener tiene una dimensión fundamental y quienes difieren deben ser exhibidos por su ligereza, merecen ser difamados; ellos y ellas son, sin lugar a dudas, personas sin méritos, con intereses personales asociados al enriquecimiento, la corrupción, los abusos y los privilegios.

Se combate a los críticos por que en el fondo es un asunto de bandos. Se está del lado legítimo o en el ilegítimo; no puede haber mejor razón y más causa que la colocada del lado del gobierno; quienes no están en esa línea se encuentran en el lugar equivocado y deben ser desenmascarados de la manera más contundente y amplia; para eso está el Estado policíaco. La idea es evitar el análisis y las revisiones que tengan respaldo documental y gocen de datos duros; pues, de existir, son relativizados y desdeñados.

Ninguna visión distinta a la oficial puede tener razón, aunque la tenga; el control del escenario para emitir la información oficial no tolera márgenes de autonomía o de matices distintos; para eso se tiende a descalificar las fuentes de información que resultan autónomas. En efecto, las autonomías son aviesas, hasta perversas e inútiles, sumamente onerosas, de modo que deben ser eliminadas sus organismos y estructuras.

Se debe evitar la información que emplea la disidencia; por eso es necesario reservar la mayor circulación posible respecto de los actos del gobierno y, hasta donde es posible, evitar proporcionar documentos y registros que permitan la ponderación y evaluación de los programas oficiales.

Para criticar al gobierno se requiere salvoconducto.