La democracia, como se sabe, está sustentado en la dualidad de dos conceptos, poder y el pueblo, de modo que se vino a entender como un régimen político identificado como el poder del pueblo; su origen es griego y surge de la oposición al gobierno arbitrario de un solo hombre, de la monarquía y de la tiranía, en contraparte a favor de la libertad; como palabra la introduce el historiador Herodoto y como régimen surge con el gobierno de Clístenes en el siglo V ac, quien originalmente la denominó como isonomía que significaba igualdad ante la ley.

El Kratos identificado como la fuerza, el poder, incluso el poder violento, se imbricó con una forma de control sustentada en el pueblo, expresado en las asambleas de los ciudadanos; en la idea de control se entiende que entonces hubiese surgido una institución como el ostracismo, que representó la aplicación de un exilio por diez años a quien la asamblea decidía condenar por alguna razón.

En el sentido metafórico se puede identificar la fuerza y el poder del Kratos con el caballo, por el brío de éste y su potencia, su capacidad de desplazarse, su velocidad, pero, de igual forma, la moderación que puede tener en su galope; pero a la otra parte, con el freno que lo domina y lo controla. Las revoluciones quieren ejercer el poder para realizar su programa, buscan el más amplio dominio para cumplir sus propuestas; pero el freno establece límites en la forma de los equilibrios que significa la libertad y la igualdad de los ciudadanos frente al propio poder.

La ecuación entre el poder y los controles que sobre él pueden y deben ejercerse sigue siendo uno de los temas del gran debate de los gobiernos; el Kratos se asocia al Estado, mientras el “demos” a la forma de brindarle orientación, sentido y límites. La aspiración de poner en marcha cambios, reformas y medidas que se consideran necesarias en el plano de las propuestas políticas de quien está en el gobierno, puede generar que se miren con molestia y desconfianza los procedimientos y requisitos para su implementación respecto de la necesidad de contar con el respaldo necesario en el Congreso.

Pero la idea de la democracia liberal implica, por necesidad y definición, la imposición de límites y equilibrios al ejercicio del poder. En cierto sentido, eso es lo que está en la palestra en la renovación del Congreso en cuanto a la composición de la Cámara de diputados en la LXV legislatura que está por integrarse, pues habrá de constituirse sin que el partido en el gobierno tenga la mayoría; será entonces la primera mayoría y, si quiere verse en un sentido restrictivo, conformará la más grande minoría.

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El hecho es que se delinea una nueva dinámica de gobierno que, si se proyecta debidamente, deberá ser positiva para el propio gobierno, para la pluralidad política y, lo que es más importante, para el país, pues implicará en una de sus posibles vertientes, una discusión más amplia hacia los programas, acciones públicas, definición del presupuesto, la revisión de su ejercicio, el debate y la deliberación.

Si se regresa a la metáfora, el caballo podrá desplazarse con un freno más ajustado, pero esto no debe significar su parálisis; supondrá que exista una asimilación clara de la marcha que emprende, que se asuma un destino y un galope apropiado con la presunción que de no ser así se generarán resistencias, posibles impedimentos y jaloneos. En la equivalencia de que el caballo es el Estado, es de advertirse que el gobierno que lo orienta tendrá que ser sensible; el freno, por su parte, deberá, también, ser inteligente en su aplicación y graduación.

La marcha de los próximos tres años podrá ser acompasada y fluida o tironeada y conflictiva; pronto se verán los primeros signos del paso que podrá darse; puede ser que el caballo despliegue sus capacidades y el freno se encuentre relajado; sin embargo, haciéndose sentir para impedir lo contrario, el desenfreno y que, con ello, se reviente por estar fuera de control, desbocado. Es el tramo final y definitivo, deberá transitarse bien y para bien.