El famoso texto de la guerra del Peloponeso que proviene de la pluma de Tucídides y que es una fuente inmejorable para acudir al pensamiento griego de la época de la democracia ateniense, atribuye a Pericles la expresión de “Temo mucho más nuestros propios errores que los inventos de nuestros adversarios”.
La expresión contiene una sentencia fabulosa respecto de la responsabilidad que implican los actos propios y, de alguna forma, la denuncia a que endilgar o acreditar a otros los infortunios o adversidades que se enfrentan es demagógico o errado. Sin embargo, existe una tendencia acreditada a que en política se asuma que los males vienen de fuera, argumento que tiende a visiones que, por ejemplo, sataniza a los migrantes o las posturas de otros países, influencias, corrientes políticas, doctrinas, ideologías, etc.
Una derivación de lo anterior es pretender que la falta de resultados que se observa en una gestión de gobierno se debe a los problemas heredados, proviene así de lo que otros hicieron o dejaron de hacer…, los hubiera. Así es posible decir que el incumplimiento de metas se origina por una razón externa; no obedece o es resultado de lo que se hace o plantea, no es producto de los programas o planes que se instrumentan, pues hay un espectro que lo obstaculiza, ese demonio se llama “el pasado” y exorcizarlo no resulta sencillo, pues reaparece insistentemente, es convocado y acude al llamado.
En efecto, los adversarios políticos, en la lucha por generar imagen, ganar en la opinión pública y mostrar o vender capacidades, pueden intentar denostar la labor de los otros, especialmente de los oponentes, más si lo es el gobierno, lo que escenifica una lucha intensa por los auditorios y ganar sectores o grupos de opinión. A su vez la autoridad adelgaza su responsabilidad y reparte culpas por la carga de problemas que enfrenta y que no generó; así sentencia a otros y se muestra inmaculado. Se trata de todo un juego ficción que busca esconder la realidad, maquillarla, si es posible desaparecerla a la manera de un ilusionista, mostrar otra situación, desacreditar al que discrepa, en el colmo hablar de otros datos que nadie conoce.
La realidad se torna en algo oculto, y que deliberadamente se esconde cuando no beneficia, pero que se exhibe con estridencia si se tiene algún dato favorable. Pero a pesar de todo ese juego, ahí está el incremento de los pobres, el desabasto de medicamentos, la pérdida de empleos, una crisis económica que venía desde antes de la pandemia, pues era anunciada por el decrecimiento económico con el que cerró el 2019; un déficit financiero que se incrementa, una carencia de política pública clara respecto del regreso a clases y que acaba de sustentar su postura en la anarquía: cada quien decide, todos pueden optar, alumnos, maestros; hay clases, pero puede no haberlas.
El sistema hospitalario exhibe su crisis; la política del deporte encuentra su salvación en el reconocimiento a los lugares que en la competencia no ganaron lugares de premiación; de ese modo las promesas nos salvan; las expectativas triunfan sin haber triunfado.
Salir de esta ficción sería posible si los responsables de los problemas del pasado fueran responsabilizados; si los del presente los asumieran, si dejara de vivir en el pasado y en el presente como mundos paralelos que interactúan y juegan escondidas, pero donde la final nadie gana.
Pericles tenía razón, debiera de temerse más a los errores propios que a los inventos de los adversarios; si así fuera se podría ordenar mejor la gestión pública, salir del mundo de prestidigitación en que parecemos estar, se actuaría con mayor aplomo, certeza y confiabilidad, se exaltaría la responsabilidad de quien actúa, se tendría un mejor debate, pero Pericles vivió hace siglos y su voz no se escucha.