Pare de sufrir”, decía el paquete de polvos que me trataron de vender entre tés, estatuillas de santos, remedios mágicos y hierbas, en el pasaje detrás de la Catedral de la Ciudad de México. El título del producto impreso en el sobre de papel me pareció verdaderamente descabellado, me reí muchísimo, tal vez porque me recordó un grafiti que alguien rayó en una barda de Monterrey que decía: “Que muera el chupacabras”, o tal vez el título me hizo sonreír porque es sintomático de la cultura contemporánea. La creencia generalizada es que en la medida que no se sufra, se es más feliz, y pues, no estoy de acuerdo.

La obsesión por evadir el sufrimiento nos ha llevado al egoísmo más miserable, vil y finalmente, desdichado. Resaltan la compulsión enfermiza por buscar la felicidad sin importar a costa de qué (o quién) y la falta de conocimiento de lo que la felicidad realmente es (por lo tanto la búsqueda es con frecuencia un camino desorientado y frustrante); pero lo peor, me parece a mí, es creer que la felicidad es una vida sin sufrimiento. Nadie se salva de sufrir en esta vida ni el más rico ni el más guapo ni el más líder ni el más poderoso ni el más sano…  lo que yo me pregunto más bien es: ¿Cómo enfrentar correctamente el dolor? Hay tanta gente que admiro por su ejemplo de cómo enfrentan la adversidad… pero, ¿cuál es el común denominador entre todos los personajes que veo como modelos a seguir? Las personas más felices, libres y amorosas que he conocido todas han pasado por grandes sufrimientos. Pero sin embargo, no funciona la fórmula al revés, no toda la gente que pasa por pruebas duras es feliz. Este es un tema complejo que desarrollaré pronto en otro texto en forma extensa, ese asunto difícil de enfrentar el dolor inevitable.

Pero creo que hay una confusión aún mayor cuando se trata del dolor intencional, el que se escoge libremente. Cuando la gente se siente en confianza, me preguntan si me gusta sufrir o ¿por qué escogí una vida tan sacrificada? Y lo dicen con un poco de asco, como si fuese algo negativo y triste. La promesa que hice la semana pasada de mis votos perpetuos alegró mucho a la gente cercana a mí, que me saben feliz, satisfecha y enamorada. Los votos son: castidad, obediencia y pobreza para toda la eternidad. Pero a otros que no me conocen, los conflictuó. El comentario más común fue: ¡Que lástima! o ¡qué desperdicio! Tras esta experiencia ya no me extraña que los místicos y santos ascetas en la historia del cristianismo hayan sido completamente malentendidos y considerados unos locos o pervertidos. Quisiera llevar el argumento al extremo para poder analizar esta pregunta sobre el gozo de sufrir que tan frecuentemente me hacen. Quisiera proponer la pregunta: ¿Cómo se diferencia un sadomasoquista (que disfruta el dolor e intencionalmente lo procura para conseguir excitación sexual), de un monje asceta (quien aprovecha el dolor, natural o provocado, en una forma de gozo espiritual). Tal vez si tratamos de desmenuzar estas dos formas extremadamente opuestas de enfrentar libre e intencionalmente el dolor podríamos acercarnos a la respuesta y así encontrar el camino personal de cada quien para convivir con el dolor no intencional al que nadie escapa, y poder convivir con la fortuna y la desventura en una forma más sana.

Estudiando los detalles de la vida de un monje y un sadomasoquista, es evidente que son exactamente lo opuesto. Pero ¿por qué?  La diferencia más interesante para mí es la manera en que cada uno de estos caminos afecta nuestro deseo. Es bien sabido por todos que los sadomasoquistas recurren a estas prácticas con frecuencia como remedios a heridas emocionales. La palabra perverso, pervertido, significa salirse de la vertiente, del camino. Son prácticas no tan comunes. La necesidad de tomar rutas alternas que intencionalmente te dañan tanto física como sicológicamente es muy cuestionable como método de sanación, pero, sobre todo, lo más irónico, es lo que aquí me interesa subrayar: rápidamente, incluso en el momento del acto mismo, pierde la audacia y emoción. Es de conocimiento popular que las actividades S&M se transforman en un tedio insípido. Un buen ejemplo (aunque ciertamente no el único), es la película de culto Bitter Moon (1992) de Roman Polanski que lo expone muy claramente. Tratar de estirar la perversión, siempre buscando un poco más, denota una gran insatisfacción, cuyo origen es, creo yo, que el deseo ha muerto;  y entre más insistas, además, menos revive. Me viene a la mente también la expresión “placer culpable” porque la culpa es lo menos agradable que hay y pues no tiene nada de placentero.

El camino del monje asceta es lo contrario. Es igualmente bien sabido en la cultura popular que los sacrificios avivan el deseo. Se evidencia, por ejemplo, en la frase que les dicen a las mujeres en México: “date a desear” (siendo este comentario una recomendación a provocar un poco de “sufrimiento”). Se puede leer en los relatos de muchos santos cómo el conocimiento de Dios más profundo, a partir de una renuncia a los placeres del mundo, genera gran satisfacción, alegría y gozo de tal magnitud que se genera un gran deseo por poder adentrarse más en el misterio de conocer a Dios. Pero, a diferencia de los masoquistas, el asceta quiere más a partir de una plenitud desbordante, (y no de un vacío insípido que consume en insatisfacción hasta el abismo).  El monje aviva el deseo del verdadero amor: Dios, quien es en sí, el amor. El asceta abre un espacio en la vida del monje para que el Espíritu Santo habite en el alma, y “lo que da, no es una alegría cualquiera, sino la alegría misma, don del Espíritu Santo.” (Benedicto XVI) Mi amigo el monje tejano me dijo algo verdaderamente hermoso: “Cuando en forma activa se escoge sufrir adicionalmente, se trasciende la mera supervivencia, para conseguir en vez de solo subsistir, vivir de verdad.”

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No olvidemos que las palabras sacrificio y santificar, tienen la misma raíz etimológica. Ofrecer algo es hacerlo sagrado. No se trata de sufrir a propósito, ni tampoco es que Dios disfrute vernos sufrir y mucho menos que Él lo requiera (además de que se pueden ofrecer también las cosas que se disfrutan, como al bendecir la comida por ejemplo). Yo creo que se trata de santificar cada instante, de avivar el deseo que tenemos de Dios, de dejar el mundo y sus placeres atrás para abrir un espacio, para abandonarse en el amor de Dios. Es seguir el ejemplo de Cristo en donde obedecer al Padre lo es todo, por encima de sus necesidades humanas. En palabras de Benedicto XVI: “El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor”... “Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación.” (Homilía de Pentecostés, 2010)

Tal vez lo que más se parezca a la secuencia de momentos monásticos de cada día que conforman la vida de un monje serían secciones en la vida de un deportista profesional. Hacer ejercicio requiere también renuncia, entrega y disciplina con un propósito claro. Después de todo es la raíz etimológica de asceta (del griego antiguo ἄσκησις áskēsis que significa literalmente “ejercicio” o “entrenamiento”). Sin embargo, la vida de un asceta no se puede reducir solo a eso, a una simple fórmula, para empezar, porque no contempla el quehacer del mundo, incluyendo el desempeño o apariencia de su cuerpo, ni las metas mundanas. Pero también, no es solo una disciplina, una serie de reglas que podrían parecer limitantes. La estructura conforma solo un aspecto de la vida monástica.

Mi director espiritual, el Padre Agustín Álvarez, sacerdote ermitaño de Schoenstatt, me lo explicó de una forma bellísima. Me describió a la vida eremítica y sus retos como un ritmo. Me pareció una figura muy poética y más cercana a lo que vislumbro como la vida de los monjes que admiro, como a él. Me parece que es más como un estado de conciencia (por oposición a una lista de reglas que seguir) en una relación íntima con Dios. San Bernadro de Claraval habla de los pasos para acercarte a Dios y lo explica en verdad en una forma preciosa. Dice que comenzamos por amar a Dios por egoísmo, cuando nos damos cuenta que no podemos nada sin Él, pero terminamos al final, ya muy adentro de esta relación, por amarnos a nosotros mismos por el amor que tenemos a Dios, cuando tomamos conciencia de que la única posible felicidad es abandonándose por completo y ser poseídos por su amor haciendo su voluntad. (On the love of God, siglo XVII).

Adicionalmente, el ascetismo es un ejercicio que afecta no solo al monje sino que tiene un impacto en la comunidad que lo rodea, y por la que reza; tal vez se podría comparar, en mi opinión, con poner una bocina en el piso de manera que todos podemos sentir las vibraciones de los bajos en el cuerpo. San Pablo decía:  Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros, y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo, hago mi parte por su cuerpo, que es la iglesia (Colossians 1:24).

Para terminar esta historia con un dato exacto, no compré los polvos “pare de sufrir” ni recomiendo ese camino a nadie.