Para el discurso reformista de la educación, de 2013 en México, el problema de la “calidad” de la educación pública era (o es, según sus diseñadores) un asunto individual o de desempeños específicos de los docentes y de los directivos escolares. Por eso había que evaluarlos de manera obligatoria y con intencionalidades de exclusión. Otros hemos entendido de diferente manera a ese fenómeno: El problema de la “calidad” es estructural; es un problema del “sistema”.

Y sí, es necesario evaluar las trayectorias docentes y directivas, pero con fines formativos y de retroalimentación, de manera voluntaria y sin exclusiones.

El concepto de “calidad” ha evolucionado. En un primer momento, el modelo estándar sobre la calidad la ubicaba en la línea de producción (antes de 1940), o sea, era responsabilidad de los trabajadores. En otro momento, con la creación del paradigma actual dominante (después de la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1950), el concepto de calidad se definió de modo diferente: ésta tiene su origen y desarrollo en el “sistema”, y más específicamente, en las decisiones que toman los diseñadores de los sistemas productivos y de prestación de servicios.

Cuando le preguntaron a W. Edwards Deming (1900-1993) estadístico estadounidense, profesor universitario, consultor y creador del concepto de “calidad total”: “¿Dónde se hace la calidad?”, él contestó: “En la sala de reuniones de la junta directiva”.

Regreso al primer párrafo. Con toda intención escribo la palabra “calidad” entre comillas, porque sé que es un concepto controvertido, polémico, sujeto a revisión, por ello, cambiante, y sobre todo que no cuenta con los consensos universales como para considerarlo un término indiscutible y que, por lo tanto, sea de no obvia resolución.

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Quizá el concepto de calidad que ha reunido los mayores consensos es la declaración de 2007, derivada de una reunión organizada por la oficina regional de la UNESCO en Santiago de Chile, en la cual se reivindicaba una noción de calidad de la educación con equidad, inclusión y respeto a los derechos.

En ese contexto, el tema de la evaluación de los profesionales de la educación (incluido el asunto de los incentivos económicos por desempeño) es un tema que genera amplias y profundas discusiones, sin embargo, estoy convencido que ese no es un asunto (la evaluación formativa) sólo individual, sino también de los colectivos escolares, es decir, de las comunidades educativas.

Otro problema conceptual (y de la práctica educativa) es el que produjeron los reformistas del 2019, al introducir la noción de “excelencia” educativa en la constitución (Art. 3), en lugar del de “calidad” (establecido en 2013). Si de por sí el concepto de calidad es un término problemático, el de excelencia representa doble o triplemente un conflicto teórico y metodológico, sobre todo por su ambigüedad (¿Qué es lo “excelso” en educación?).

La definición de “excelencia” que establecieron las y los legisladores, en 2019, es el resultado de una mezcla de elementos tecnocráticos (como el de “máximo logro de aprendizaje”) y un supuesto maquillaje para lucir como una definición elaborada desde el pensamiento crítico. Veamos:

El artículo 3º. de la Constitución política mexicana, reformado en 2019, establece en su fracción II: “El criterio que orientará a esa educación se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios. Además: (…) i) Será de excelencia, entendida como el mejoramiento integral constante que promueve el máximo logro de aprendizaje de los educandos, para el desarrollo de su pensamiento crítico y el fortalecimiento de los lazos entre escuela y comunidad”.

Al momento de decir que el problema de la educación es de “sistema” es claro, sin embargo, que hay responsabilidades específicas que recaen en las y los trabajadores de la educación, es decir, en los profesionales de la enseñanza y del desarrollo de los aprendizajes escolares o de la gestión educativa. Además de las responsabilidades que descansan en el ámbito familiar y en las y los estudiantes.

Sería absurdo desconocerlo, no obstante, una buena parte de los efectos de la educación y de la formación integral de niñas, niños y jóvenes que se lleva a cabo en la escuela, tiene que ver con factores sistémicos, institucionales, es decir, con el producto de las relaciones complejas que se ponen en movimiento en las oficinas de gestión y en las escuelas.

En ello juega un papel importante el ejercicio de políticas públicas educativas tanto a niveles macro y medio (decisiones y acciones basadas en normatividades federales y estatales) como en el nivel micro (decisiones y acciones basadas en marcos reglamentarios municipales o de jurisdicciones específicas a nivel de sector, supervisión escolar o centro de trabajo) que son parte de la operación concreta de la escuela.

Esto lo digo, entre otras cosas, por la discusión pública que se ha generado durante los últimos días en torno a la edición y distribución de los libros de texto gratuitos (por sus contenidos y eventuales usos) de educación primaria y secundaria. Y junto con ello, por el debate sobre los cambios que se han establecido, a nivel curricular en educación básica, desde el replanteamiento de una visión educativa y pedagógica diferente hasta la concreción del plan y los programas de estudio.

Ante ello surgen algunas preguntas ¿cuál es la responsabilidad de las y los docentes en estos procesos complejos de la educación pública? ¿Cuál es el papel o rol que juegan los directivos escolares, los funcionarios públicos y las autoridades educativas frente a estos asuntos? Para reflexionar sobre ello pienso, por ejemplo, en la decisión sobre la cantidad máxima de estudiantes por aula o por profesor (en España a esto le llaman “la ratio”).

¿Cuál es el peso específico que tienen el nuevo currículo escolar, así como los auxiliares didácticos que se han puesto al alcance de las escuelas de manera centralizada (por ejemplo, con los libros de texto gratuitos)?

En fin ¿quiénes son los responsables de poner en práctica las políticas públicas educativas? Entendidas como acciones, discursos, orientaciones, reglas y creación de condiciones para que se haga efectivo el derecho a la educación, que son mediadas, negociadas o concertadas con los distintos grupos involucrados en esos procesos (por ejemplo, con las organizaciones gremiales).

Efectivamente, son los gobiernos, los funcionarios públicos y demás tomadores de decisiones, así como las diversas figuras educativas las responsables de ello, pero también lo son las sociedades que participan, directa o indirectamente, en esos procesos y que, al final de cuentas, son las instancias objetos y sujetos (estudiantes y sus familias) de ese que es un derecho principal de los derechos humanos: la educación pública.

Todo esto lleva a pensar si los sucesivos discursos reformistas que se han desplegado en México durante los últimos 30 años han modificado acaso, o no, los cimientos y la estructura completa del “sistema” educativo, o éstos sólo han sido un paliativo, que sólo ha servido para colocar parches superficiales, pero no el fondo del asunto educativo.

Quizá en lo que habremos de ocuparnos, en el futuro cercano, es a rediseñar y a reconstruir al “sistema” a partir de las necesidades sociales y educativas y de las capacidades institucionales con las que contamos. A eso me refiero cuando hablo de pensar y reflexionar sobre el proyecto educativo para la nación de los próximos años y décadas.

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