La certidumbre que debe otorgar la gestión de gobierno sólo puede alcanzarse por la vía de la ley; por ese medio es posible demandar que la autoridad actúe bajo el sustento de las disposiciones que lo facultan para ello, en ese sentido generar confianza y que su eventual exceso, distorsión o descuido puede ser reclamada a través de instancias, procedimientos y recursos jurídicos.
Puede parecer molesto para los que no somos abogados eso de que los actos de la autoridad deben estar debidamente fundados y motivados, pero tal premisa permite construir una relación de confianza entre la sociedad y el gobierno y otorga bases al axioma de que la autoridad sólo puede hacer lo que le está permitido; mientras los ciudadanos, todo aquello que no les está prohibido.
Si la certeza se alcanza en los regímenes democráticos por medio de la ley, en los de carácter autoritario extravían la previsibilidad sobre las decisiones del gobierno porque se reservan la posibilidad de desempeñarse de forma arbitraria, es decir, sin arbitrio de otros; las acciones que se emprenden pueden ser sorpresivas y derrumbar, por el impulso de la voluntad del poder, restricciones, reglamentaciones y obligaciones regulatorias. El gobierno autoritario no piensa en las normas, desconfía de ellas; es proclive a construir respaldo mediante el discurso y con el uso de la retórica, desplegar su poder y hacer gala de ello es parte de su signo.
Así, el apego a la ley es un hábito de los gobiernos democráticos, así como actuar de forma distraída, discrecional o al margen de la ley, caracteriza a los de carácter autoritario. Los procedimientos, trámites, requisitos a cumplir molestan a los autoritarismos, pues los consideran burocráticos, parte de procesos que conforman pasos de intermediación que molestan al efectismo, a la efectividad que no repara en costos, ni en las condiciones a observar para las actividades públicas.
La perspectiva democrática mira al poder desde el ciudadano, pretende que las decisiones interpreten su voluntad y garanticen sus libertades; la óptica autoritaria tiene un foco distinto, lo hace a partir del poder y le molestan los controles, todo aquello que tiende a limitar o a delimitarlo, ¿quién osa hacerlo? ¿cuáles intereses lo mueven para pretender condicionar al poder?, sin duda que sirve a otros propósitos que son obscuros o inconfesables, existen antecedentes que los descalifican, ¿si antes no hicieron bien las cosas, porque actuarían ahora de forma adecuada? ¡Están descalificados! Y si no lo están habrá que descalificarlos. No se puede concesionar la legitimidad, pues la detenta sólo el Estado y el gobierno, la otredad fuera de ella carece de personalidad, es aviesa, responde a ambiciones, a propósitos inconfesables que deben ser denunciados.
Si desde la democracia se juzga el ejercicio del poder y pretende someterse a control, ponerlo bajo equilibrio y rendición de cuentas; el implante autoritario invierte la lógica, juzga a los ciudadanos y sus motivaciones, las califica, solo acepta las que le son afines; las otras deben ser combatidas porque se mueven por una línea autónoma o de oposición, se atreven a aducir otros argumentos y esgrimir razones distintas de aquellas en las que se debe confiar, se mueven en el campo en donde se impulsan los intereses privados.
El decreto que expidió el gobierno para quedar exento de diversos requisitos y trámites para la realización de grandes obras crea una excepcionalidad genérica y común para sus proyectos, los saca, los extrae de la vida pública y de su examen; los torna asuntos reservados, recurre a un claro implante autoritario que insiste sobre viejos modos de reserva de información, como la de los segundos pisos del periférico. El asunto público crea un halo de inexpugnabilidad, aunque en su infinita generosidad el gobierno irá dando cuenta de lo que hace, cuando así lo determine, sujeto a su propia definición de tiempos y métricas de medición. Todo se hace en una mediación pública, entonces para qué transparentar en otras instancias.
¡Hay un indudable tufo autoritario!