El debate en los medios y en las redes sociales me hizo recordar mis años en la Facultad de Economía de la UNAM. Fue una época de aprendizaje, cierto, también de intensas discusiones, en donde lo que imperaba era una especie de purismo ideológico. Pocas veces se podía llegar a acuerdos, porque siempre había posiciones irreconciliables y ante el fragor de las ideas, lo más sencillo era recurrir al calificativo fácil.

En los setenta del siglo pasado se creía que se requerían de cambios drásticos para alcanzar la igualdad social y que esto sólo se podría alcanzar por la vía violenta, destruyendo los cimientos del sistema capitalista. Después de esa destrucción, iba a surgir una nueva sociedad ausente de contradicciones, que iba a llevar a una fase de concordia interminable a los seres humanos.

Difícil era encontrar a los que no creían en la violencia como “partera” de la historia; lo extraño es que sí los había; éramos una minoría. A los que pensaban en el cambio gradual y pacífico para alcanzar un desarrollo más justo se les tildaba de “reformistas”; siendo sólo unos simples cómplices de aquellos que con su capital explotaban a una inmensa masa de trabajadores, denominada proletariado.

De aquellos años a ahora, las cosas han cambiado. Tenemos un presidente que se reconoce a sí mismo como un reformista, que cree que el cambio social que facilita la prosperidad y la igualdad social sólo es realmente factible por la vía pacífica y que concibe que el consenso democrático puede ser la raíz de innumerables soluciones. No se podría estar en contra del espíritu democrático; sin embargo, para que esto se dé, los consensos tienen que ser efectivos y se requiere de una deliberación amplia que se tiene que concretar en el Congreso, quien es el que finalmente aprueba o no las reformas. Nada a ciegas o en bloque, sino mediante el análisis y la deliberación que son el camino por seguir para perfeccionar las iniciativas que surgen del ejecutivo.

El espíritu reformador, no podría tener un sesgo antidemocrático porque de lo que se trata es de modificar una estructura o una institución para mejorarla; o de volver a formar o rehacer lo que no está funcionando bien para contar con un sistema con instituciones probas y eficientes que faciliten el desarrollo armonioso de la sociedad en los diferentes planos concebibles: economía, política, justicia, educación, salud, cultura, salarios, mínimos de bienestar, entre otros.

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Se podría decir, entonces, que toda reforma al implicar mejora, superación y perfeccionamiento debe ser profundamente estudiada, a efecto de que cumpla con esos objetivos estrictamente cualitativos. No se trata de reformar por reformar, sino de entender que sólo tiene sentido introducir cambios (preferentemente graduales) en el contexto constitucional o legislativo, si estos resultan correctos para el desenvolvimiento de nuestra sociedad y consecuentemente, de nuestras instituciones.

¿Habrá reformas que terminen siendo regresivas? Cuando el diagnóstico es incorrecto; o cuando se relegan los diferentes equilibrios que deben existir; o cuando no se toma en cuenta la mejor forma para perfeccionar nuestro marco constitucional o nuestras leyes, generalmente las reformas terminan por ser dolorosas y fallidas. Cambiar para mejorar no es fácil, en aras del equilibrio fiscal se dejó de normar durante más de 30 años en pro del bienestar de las mayorías y se ha recurrido a conceptos abstractos (independencia, autonomía o democracia) para crear y mejorar instituciones, sin entender que además se deben de impulsar cambios concretos, fehacientes y cuidar el factor humano en el seno de las instituciones para posibilitar la excelencia en su funcionamiento.

Jean Monet, uno de los fundadores de la Europa Unida decía: “los hombres pasan, pero las instituciones quedan; nada se puede hacer sin las personas, pero nada subsiste sin instituciones”. Queda en el plano dialéctico entender si las personas hacen a las instituciones o si las instituciones hacen a las personas. Diría que no es una dialéctica excluyente: en efecto, el compromiso, la vocación, la preparación, la honorabilidad y la actitud de servicio es lo que lleva a la excelencia a las instituciones y es esa excelencia la que debe permear de las instituciones hacia sus trabajadores; propiciando un perfeccionamiento continuo.

Se ha querido perfeccionar nuestro sistema de justicia de diferentes formas, pensando por ejemplo en la autonomía de las fiscalías. Así se transitó de la Procuraduría General de la República (PGR) a la Fiscalía General de la República (FGR); existiendo un proceso análogo en todas las entidades federativas del país. Como un claro ejemplo de que una reforma no basta, los datos estadísticos indican un mayor tortuguismo en la impartición de justicia: de los 2.2 millones de investigaciones abiertas a 2022, sólo en 96 mil 500 casos la FGR logró que un juez dictara la vinculación a proceso de los acusados (Eduardo Esquivel, SDP Noticias). El ideal de que la FGR se convirtiera en un “abogado del pueblo” ha sido simplemente un falso intento.

Ahora se insiste que los magistrados y jueces deben ser elegidos por voto popular, que con ello se desterraría la corrupción imperante en nuestro sistema de justicia. Nada ha hecho caer en más contradicciones y paradojas al presidente López Obrador que el sostener contra viento y marea esta tesis.

En la conferencia matutina del 18 de junio puso en el centro del debate a dos gobernadores corruptos, a los dos Duarte, el de Veracruz y el de Chihuahua. Dos casos similares con resoluciones judiciales distintas, lo que para él resulta inexplicable. Lo primero que habría que pensar es que ellos fueron elegidos gobernadores mediante una elección democrática; es decir, es incierto que la democracia no suela equivocarse. El conocer a fondo el porqué se tienen resoluciones distintas lleva a sustentar diferentes hipótesis: la primera, tendría que ver con la técnica jurídica y la capacidad profesional de los abogados defensores; la segunda, con la existencia de influyentísimos, sobornos, “mordidas” o prebendas políticas; y la tercera, con la inexistencia de criterios generales para juzgar eventos similares, ante la natural autonomía que debe tener un juzgador. Para investigar las tres cosas y, sobre todo, para verificar la inexistencia de actos de corrupción, se debería tener un cuerpo colegiado que revise este tipo de casos y que sea capaz de sancionar los posibles actos indebidos de los jueces, si así fuese.

Luego, afirmó que en el proceso de elección por voto popular podrían participar los ministros, magistrados y jueces actuales; lo que hace suponer que sólo una porción se somete a intereses económicos, políticos o delincuenciales ajenos a la adecuada procuración de justicia. El mismo ministro en retiro Arturo Zaldívar, en noviembre de 2023, reconocía que no era adecuado someter a elección popular a jueces y magistrados, porque ellos “vienen de una carrera judicial y están en esos lugares a través de exámenes estrictos y rígidos”. Insisto, si los menos están podridos (como dice el presidente) ¿por qué entonces una reforma judicial de gran calado, si esto bien se pudiera corregir con un cuerpo colegiado independiente al poder judicial que supervise el comportamiento de los juzgadores, teniendo capacidad de sanción?

Se concluye, así, que el voto popular no es sinónimo de excelencia y que una remoción indiscriminada generaría vacíos de calidad, que llevaría tiempo llenarlos; es decir, no bastan los cinco o diez años de experiencia en el ejercicio de la abogacía (la experiencia no lleva necesariamente a la excelencia, tal vez siquiera a hablar o a escribir bien), sino que se requiere de profesionistas que sepan discernir y deliberar, con pleno conocimiento del derecho y que entiendan la necesidad de conjugar las prerrogativas del derecho social con el derecho que a cada quien le corresponde. Esto significa que aún durante el proceso de elección democrática (si así se decidiera) debería de existir un cuerpo colegiado que revise los perfiles y seleccione a los mejores que quieran postularse.

En seguida, el presidente, habló del sistema de salud, que ha sostenido será mejor que el de Dinamarca. Está hablando, entonces, de un sistema de calidad, para lo cual primero se requiere de personal médico; se entiende que por eso se contrataron a 900 médicos cubanos. Esta constituye una primera etapa que, sin duda, elevará la calidad en el servicio médico; pero garantizar la mejora continua significa contar con más y mejores médicos generales, enfermeros y especialistas. Como bien decía Bertrand Russell quien consulta a un médico, debe tener plena certeza que debe de ser un científico, el mejor de todos si es posible. No dista mucho de las características profesionales que debe tener un buen juez, en donde la eminencia es un requisito indispensable.

Claudia Sheinbaum, ha hecho referencia a la necesidad de contar con un parlamento abierto y ha presentado el resultado de tres encuestas para señalar lo que el pueblo quiere: 7 de cada 10 personas quieren que magistrados y jueces sean designados por elección popular. Ella bien sabe que esa condición no es suficiente, soy un convencido de que cree en la excelencia y que -en su caso- cuidará el proceso democrático para que los mejores abogados de México cumplan con la trascendental función de impartir justicia.