Una vez más, en México estamos deliberando sobre los términos, contenidos y condiciones de una posible reforma electoral.

Tenemos claro que las reformas electorales nunca son definitivas y que normas e instituciones emergen de prácticas, acuerdos, decisiones y diseños renovables.

Sabemos que es preferible reformar “en frío” y no en medio de coyunturas electorales, de preferencia con la suficiente antelación a efecto de ensayar las nuevas soluciones previo a una elección presidencial.

Ahora bien, la experiencia revela que, según el precedente sentado en 2006, una elección presidencial sin reforma electoral previa, fruto del acuerdo en lo fundamental entre las fuerzas políticas, lo cual sí ocurrió en 1996, 2007 o 2018, incrementa la falta de certeza y pone en riesgo la legitimidad de la contienda y sus resultados.

La experiencia acumulada propone que se fijen con máximo cuidado el propósito general y los objetivos específicos de la reforma, de lo cual dependen las opciones, contenidos y medidas normativas e institucionales correspondientes.

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En el contexto mexicano actual, es claro que la mayoría ciudadana representada en el gobierno federal y las entidades federativas ha votado en favor de que se instaure y aplique el principio de austeridad republicana dado que sigue siendo conforme con la moral pública y laica prevaleciente moderar la opulencia y la indigencia.

Asimismo, es claro que el partido en el gobierno porta un mandato que cumplir, consistente en revisar y ajustar estructuras y procesos hasta colocar a las instituciones públicas en posición mas cercana, proporcional y equitativa al servicio de la mayoría.

Las iniciativas de reforma constitucional o legal bien harán en considerar y mantener coherencia y racionalidad frente a sus objetivos, en el entendido de que estos son ponderables. Es más, en su adecuado y siempre frágil equilibrio reside su fortuna.

Ello significa, por ejemplo, que la austeridad republicana es pertinente y legítima, a la vez que debe calibrarse en relación con otros objetivos y principios, entre estos: mayor representatividad, participación, legitimidad, gobernabilidad o eficacia del sistema político y las partes que lo conforman: los sistemas de partido, electoral y de gobierno.

Es de cara a tales propósitos que debería analizarse con actitud crítica el conjunto de las propuestas que se están discutiendo.

Así podrían evaluarse mejor propuestas tales como la medida y el tipo de financiamiento político directo o indirecto (en efectivo o en especie); tocar la fórmula electoral prevaleciente (mayoría relativa con representación proporcional); modificar o ajustar las garantías institucionales de la independencia e imparcialidad de los organismos electorales (forma de nombramiento, integración o forma de finalización del cargo); voto electrónico y justicia electoral digital (plan estratégico gradual multianual)l; y hasta la segunda vuelta o la vicepresidencia de la república, entre otras.

Una combinación inteligente y sensible de objetivos, contenidos y formas serías son la mejor recomendación para justificar la nueva generación de reformas electorales que deberán sumarse a los vectores dinámicos ya en juego para avanzar en la transformación de México.