La historia reciente de México está marcada por avances y retrocesos en el proceso de consolidación democrática. A lo largo de las décadas, hemos presenciado cómo la participación ciudadana ha ido transformando el rostro de la política nacional. Sin embargo, uno de los mayores obstáculos para la legitimidad de nuestro sistema electoral sigue siendo la sobrerrepresentación en el Congreso. Este fenómeno, que distorsiona la voluntad popular, amenaza con socavar los cimientos de nuestra frágil democracia.
En esencia, la sobrerrepresentación es una aberración que permite a un partido político obtener un número desproporcionado de escaños en relación con el porcentaje real de votos que recibió en las urnas. Este vicio se presenta como un mecanismo legal, pero su espíritu es antidemocrático. En lugar de reflejar la diversidad de opiniones y la pluralidad de ideas que caracterizan a nuestro país, la sobrerrepresentación concentra el poder en un solo grupo, anulando la posibilidad de que otras voces sean escuchadas y atendidas.
El daño que causa la sobrerrepresentación es profundo y multifacético. Primero, atenta contra la equidad en la representación política. Los ciudadanos que votan por opciones distintas al partido beneficiado ven cómo su voto se diluye, perdiendo el valor y la relevancia que debería tener en un sistema democrático. En lugar de un Congreso que sea un reflejo fiel de la sociedad mexicana, obtenemos una cámara legislativa que favorece el monopolio político, anulando la verdadera competencia electoral.
Además, la sobrerrepresentación promueve el clientelismo y el autoritarismo. Cuando un partido se asegura una mayoría artificial en el Congreso, las instituciones se debilitan. La rendición de cuentas, piedra angular de cualquier democracia que se respete, se convierte en una mera formalidad, un trámite burocrático sin substancia. Las decisiones cruciales para el país, que deberían ser el resultado de un debate amplio y plural, se toman en un círculo cerrado, sin transparencia y sin el contrapeso necesario para evitar abusos de poder.
Para la próxima legislatura, es imperativo que previo a su instalación, se aborde este problema con seriedad y responsabilidad. No podemos permitir que la sobrerrepresentación erosione nuestra democracia.
Es tiempo de reformar las leyes electorales. Sí. Pero no para pasar por encima de la voluntad de todos los mexicanos, sino para garantizar que el Congreso de la Unión refleje de manera justa y equilibrada la diversidad política de México. Urge que se regule con mayor claridad este tema.
No se trata de beneficiar a un partido sobre otro, sino de respetar la voluntad del pueblo, de asegurar que cada voto cuente y que cada voz sea escuchada.
La democracia mexicana no puede avanzar mientras la sobrerrepresentación se imponga. Es un cáncer que, si no se extirpa, seguirá corrompiendo nuestras instituciones y debilitando la confianza ciudadana en el sistema político.
Llegó la hora de actuar con firmeza y determinación, de exigir un Congreso que represente verdaderamente a todos los mexicanos, sin trampas ni manipulaciones. Porque solo así podremos construir un país más justo, más democrático, y verdaderamente libre.
La sobrerrepresentación es una afrenta a la democracia.
Debemos luchar por un sistema electoral que sea justo, que respete la pluralidad y que garantice que todos los mexicanos tengan una voz en el Congreso. Los magistrados electorales tienen una responsabilidad histórica: eliminar este lastre y avanzar hacia una democracia auténtica y representativa. No podemos esperar más; es momento de actuar y de transformar nuestra realidad política para el bien de todos.