No parece estar en duda el parecido entre lo que se conoció como método del tapado y de lo que ahora se identifica como corcholatas.
En principio, corcholatas y tapados comparten una denominación metafórica para referir a personajes con viabilidad para ser postulados a la presidencia de la República desde el partido en el gobierno; en segundo lugar, se identifican también por estar sujetos la influencia y determinación presidencial para resolver el proceso de la designación; en tercer lugar por el hecho de significar una suerte de procedimiento que incorpora la ficción de que son los atributos personales y de la calificación que cada quien alcance, lo que decide la nominación, pretendiéndose así que la decisión no depende del determinismo de una persona.
El malabarismo de los tapados y de las corcholatas se asemeja en cuanto a brindar un espectáculo de supuesta racionalidad a una decisión de carácter discrecional que, desde luego, vive y está en el arbitrio presidencial.
Lo que se conoció como “tapadismo” fue producto de un largo aprendizaje para que la postulación del candidato presidencial recayera en la persona que gozaba de la simpatía y confianza del presidente saliente, al tiempo de alentar el protagonismo controlado de otras opciones con presuntas posibilidades reales y, finalmente, para que se lograra evitar la existencia de una ruptura por la vía de que hubiese inconformidades que llevasen a que entre las opciones consideradas, alguna de ellas se candidateara por otro partido.
De hecho, la escisión entre quienes fueron identificados como posibles candidatos originados dentro de un mismo partido se vivió en 1940-46 y 1952 con las candidaturas opositoras de Juan A. Almazán, de Ezequiel Padilla y de Miguel Henríquez Guzmán, respectivamente a las de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortínez; cada uno de ellos con rasgos peculiares.
Así, el proceso del tapado fue producto de un complejo aprendizaje que puso en práctica el gobierno de Adolfo Ruiz Cortínez, que buscó superar -y lo hizo-, la escisión que se había presentado en los tres procesos anteriores de sucesión; para lograrlo identificó a los posibles tapados y cuidó que su acreditación ante la opinión pública fuera equivalente, de modo que se les considerara con posibilidades ciertas hasta el último momento; pero controló, a través del PRI, que la nominación recayera en su favorito. ¿Cómo fue posible que algún inconforme desistiera de buscar su candidatura por otra vía?, dos son las razones que lo explican; la primera es el carácter hegemónico del PRI, en virtud de lo cual la postulación por otro partido acababa por ser meramente simbólica e infructuosa para quien así lo efectuara; la otra pieza de seguridad es que el destape se acostumbró realizarlo después del quinto informe de gobierno, cercano entonces a la fecha en donde quien aspirara a ser presidente de la República debía separarse de ocupar un cargo de gobierno y, de no hacerlo, quedar imposibilitado en virtud de los requisitos establecidos por la Constitución para ser presidente de la República en los términos del artículo 82.
Por ende, quienes no hubiesen sido registrados como candidatos por parte del partido en el gobierno - no obstante haber estado considerados como opciones - quedaban condenados a la disidencia, a la derrota y hasta la imposibilidad legal de registrarse, si es que hubiesen ocupado cargos de gobierno hasta después de los seis meses previos al día de las elecciones.
Con base en tales mecanismos el proceso de los tapados fue eficientemente aplicado en las sucesiones presidenciales priistas de 1958-64-70-76 y 1982, hasta que nuevas condiciones sociopolíticas y económicas pusieron en riesgo la hegemonía del PRI, como ocurrió en 1988, con el hecho aparejado de una escisión en el proceso de la postulación de su candidato en el marco de la candidatura disidente del Ing. Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano con la bandera del reclamo democrático.
En alguno de los comentarios de Don Daniel Cosío Villegas sobre el mecanismo de los tapados comentaba que su éxito corría de la mano de la aceptación que había logrado por parte de los involucrados, en el sentido de esperar pasivamente la determinación que se tomara; pero que, en el caso de que alguno considerara detentar el derecho de sucesión por los méritos alcanzados o por el papel desempeñado, el esquema podía representar algunos riesgos.
Sin duda que ese comentario introduce la posibilidad de un sesgo relevante en el proceso de las corcholatas, pues abre la puerta a la indisciplina o inconformidad activa. En ese sentido, es de destacarse que las dos piezas maestras que en el pasado aseguraron la eficiencia del proceso, a saber, la hegemonía del partido en el gobierno y la inhabilitación constitucional para registrar otro candidato por permanecer en un cargo relevante de gobierno, carecen, en este caso, del peso o de la contundencia de antaño.
En efecto, nadie puede negar la fuerza y capacidad electoral del partido en el gobierno, pero a pesar de todos sus esfuerzos no alcanza la condición de partido hegemónico, pues la posibilidad de su derrota en los próximos comicios presidenciales, si bien resulta complicada, tampoco es imposible que ocurra y, de suceder, carece de mecanismos suficientes para bloquear la alternancia.
Por otra parte, la distancia que separará la postulación de la corcholata - sobre la que recaiga la nominación- desde el momento mismo que fueron anunciadas, casi a la mitad del sexenio, abre un espacio de tiempo sumamente amplio y propicio para que se planteen otros escenarios por parte de alguno de los inconformes.
En resumen, las corcholatas se parecen a los tapados, pero aquellas traen aparejados riesgos que éstos habían conjurado. La sobrexposición de las corcholatas las introduce en un difícil contexto de promoción anticipada y de fisuras internas que amenazan con aparecer en cualquier momento. A pesar de lo que el gobierno intenta, la pluralidad, la competencia política y la posibilidad de la alternancia en el poder se mantienen, con descalabros infringidos desde el gobierno, pero se mantienen.
Sin hegemonía garantizada que asegure la permanencia del partido en el poder, la disciplina de las corcholatas corre riesgos; así ocurrió con los tapados cada vez que hubo crisis sucesoria; se replicó en 1988 cuando se percibió que el triunfo del PRI corría riesgos, y otro tanto se intentó generar en 1994 con el asesinato infame de Luis Donaldo Colosio. Las corcholatas tienen camino incierto, pero el gobierno pretende generarles la certeza que requieren; por eso las elecciones tienen el riego de regresar a la vieja condición de elecciones de Estado, que tanto trabajo costó erradicar.
Por eso también se recurre a un método del pasado, pero con nuevo nombre. Las corcholatas son una mala versión de los viejos tapados, pero buscan lo mismo que aquellas habían logrado: control presidencial, proyección de opciones para disfrazar la abierta discrecionalidad autoritaria, capacidad presidencial para decidir y superación de los riesgos de escisión. Pero las condiciones son otras.