En redes sociales circulan miles de críticas cargadas de rabia y sacrificio. Mientras que funcionarios judiciales de carrera relatan historias en las que vivieron de uno a cinco años como “meritorios”, o sea, trabajadores sin sueldo, hasta convertirse en juzgadores tras quince o veinte años de carrera, otros tuvieron el privilegio de nacer en cuna de la élite dorada, descendientes o parientes de juzgadores que, portando una buena recomendación y el apellido, lograron ahorrarse la mitad de la digna y ahora mal juzgada “carrera judicial”.

También hay enojo ciudadano, por una parte, justificado por haber vivido experiencias de corrupción, machismo, prejuicios y discriminación por parte de aquellos que utilizan lenguaje rebuscado y se niegan a escuchar a las víctimas, pretendiendo interactuar únicamente con otros abogados que entiendan su idioma y estén “a su altura y nivel”. Otro tanto, simplemente molesto e indignado por haber pertenecido a ese otro 50% que cada tanto, pierde los litigios por no haber seguido las reglas del juego, porque sus abogados perdieron términos para presentar apelaciones o simplemente, porque sus casos no fueron bien litigados o no les correspondía el derecho. El Poder Judicial jamás podrá brindar satisfacción para toda la población por dos razones: el mexicano difícilmente sabe perder y al mexicano le gusta romper las reglas.

Tal vez por ello, mecanismos alternativos de justicia, como la mediación o el arbitraje, siguen siendo rechazados por una amplia mayoría en los casos que mayor saturan a los poderes judiciales locales, que son el primer contacto con la ciudadanía. La idea de “no tener la razón” o de “ceder” implica un desafío al ego que pocos están dispuestos a aceptar, aunque se trate de resolver problemas.

Esto no implica que elegir juzgadores por voto popular pueda erradicar los males de la abogacía o del Poder Judicial. De hecho, existen ejercicios exitosos en los que justamente el tener personas comunes, no juzgadoras, integrando cuerpos colegiados para brindar justicia en casos altamente indignantes tienen éxito porque no se basan en las pesquisas del proceso o en la prueba que se presentó un día después de la fecha límite pero que logra esclarecer todo el asunto. Se basan en los hechos y responden, como cuerpos colegiados, de manera mayoritaria hacia donde la evidencia muestra que hubo abusos o injusticias. Estas figuras, como los juicios de jurado popular, se utilizan en España, en provincias como Girona y también en Estados Unidos. Su dinámica radica en la legitimidad popular.

Desafortunadamente, aunque gran parte de la reforma advierte que el problema de impunidad e injusticia podría aumentar con el diseño institucional que se propone en la reforma judicial obradorista, cargada de incentivos para que grupos de interés impulsen juzgadores a modo, la realidad es que el descrédito, falsa superioridad moral y arrogancia de la abogacía es la que nos ha traído hasta este lugar.

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Aquellos juristas que insistieron en continuar con las fórmulas del derecho en latín y los artículos del Código aprendidos de memoria son parte del problema, por aquella idea que tienen de que el derecho es tan sólo para los abogados y que el pópulo no tiene por qué conocer el elevado lenguaje, menos comprender o descifrar las místicas claves que hace a los togados tan superiores.

También es culpa de los profesionistas abogados patito, flojos, abusivos, mezquinos y/o corruptos. Aquellos que al momento de explicar a sus clientes los asuntos que les han confiado, les mienten diciendo que todo es culpa de un “juez corrupto” para ocultar su propia ineficacia, impericia, incapacidad o descuido. Es culpa de los defensores que prometen imposibles, que mirando la evidencia y conociendo la ley, se atreven a aceptar asuntos perdidos con tal de ganar varios tantos pesos, aún a sabiendas que están perdidos y que el intento, por esa vía, representa más pérdidas que ganancias para la parte que los ha contratado. Es culpa de las escuelas patito, también. Aquellas instituciones que cobran por un título, en las que el mínimo de asistencia vale para una licencia que genera más problemas que ventajas.

También hay responsabilidad en los abogados que aman la pelea y que, desde su fragilidad, creen que negociar o llegar a acuerdos es una señal de debilidad. Peor si son hombres y su frágil masculinidad cargada de machismo les miente profesionalmente, diciéndoles que, para sus clientes, valen más cien años de buen juicio que uno de mal acuerdo. Pero quienes son definitivamente los culpables son aquellos juzgadores de las élites doradas.

Los magistrados y jueces que tienen a sus sobrinos e hijos cobrando sin trabajar en los poderes judiciales locales; los juzgadores que movieron influencias para que sus familiares integren esa misma clase de funcionarios judiciales; los jueces que abusaron de su poder para influir en sus asuntos personales; los que llegaron a la Suprema Corte de Justicia de la Nación sin capacidades o sin título obtenido legítimamente y sin plagios; los ministros que dejaron de pagar la pensión alimenticia y lograron impunidad por el sistema de compadrazgo en el que son los superiores los que definen quienes crecerán más en la inequitativa y llena de obstáculos carrera judicial.

Los que aceptaron dinero, arte, favores y negocios en sus cargos, andando en sus lujosos autos para los que el sueldo de magistrado no les da. Es culpa del clasismo y la arrogancia de todos aquellos que se negaron a socializar el derecho y a reconocer las demandas populares, como los juzgadores que detestan a las mujeres y al feminismo.

Si acaso, vale la pena hacer tres distinciones bien merecida respecto del sistema de justicia que tanto debate nos inspira:

  1. No es lo mismo el Poder Judicial de la Federación que los poderes judiciales locales, de cada entidad. El primero es el que, a menudo, corrige la plana y las atrocidades de los segundos a través del amparo. En el Poder Judicial de la Federación hay menos corrupción y mucho más nivel, aunque ahora mismo sean el objeto de crítica despiadada que no distingue. Los poderes locales, en cambio, son los que peor percepción de impunidad generan por sus dinámicas nepotistas y favoritistas.
  2. Poco o nada ayudará la elección popular de juzgadores mientras que las Fiscalías continúen siendo ineficientes, corruptas y lentas. Al menos, en la materia penal que es la que mayor desintegración social deja a su paso, la carga y la falta de capacidad técnica y pericial hace que acceder a la verdad y justicia sea imposible. Ni siquiera llegan aquellos asuntos ante un juzgador porque en la etapa ministerial, no fueron bien integrados o no fueron correctamente atendidas las víctimas. Sin Fiscalías que sirvan, la reforma judicial solo es debilitar el contrapeso constitucional que es lo único que sirve, abandonando su función social.
  3. La colegiación de abogados es urgente y necesaria. Si es que, verdaderamente, el debate consiste en mejorar el acceso a la justicia para la gente y hacer que las mayorías mejoren su percepción de este poder, es necesario que las y los representantes legales sean regulados por organismos de calidad, ética y exigencia en el nivel. Aunque existen defensorías públicas, la cantidad de asuntos mal manejados o sin accesibilidad a una buena defensa perpetuará la mala impresión del sistema de justicia, en general. La realidad de este país es que, sin defensa, no hay justicia. Así se trate de penal o familiar, necesitamos abogados que respondan a la enorme tarea dejando a un lado las malas prácticas de corrupción, alargar juicios, mentir a clientes, etcétera.