De forma secuencial e irrefrenable ocurre un traslado hacia un modelo de Estado autoritario que rompe los contrapesos del régimen republicano; es decir los equilibrios y la división entre poderes.

Se trata de una trama cuyo despliegue ocurrió desde el basamento de una mayoría política convertida en super mayoría; transmutación que hizo posible convertir el porcentaje de votos alcanzado por el partido en el gobierno y sus aliados, ubicado en el 54%, para reconvertirse en más del 75% de la representación en la Cámara de Diputados.

La polémica inherente a ese hecho fue intensa y controvertida, pero venció los criterios teleológicos que claramente apuntaban a acotar la existencia de un dominio político de tal dimensión en la cámara baja del Congreso, y que, por el contrario, apuntaban a afirmar la pluralidad política; la aplicación de un ramplón criterio positivista y de apego a la literalidad de la norma, y con franco descuido de su contenido axiológico, condujo al binomio de la subrepresentación para la oposición y de la hiper representación para favorecer al partido en el gobierno con sus aliados.

Una vez que eso ocurrió se rompieron las barreras que podrían haber frenado o matizado la realización de reformas constitucionales; pues la sobrada disposición de una mayoría calificada para el gobierno y sus aliados, la existencia de una disciplina férrea entre los legisladores que integran esas bancadas, así como el contar con la mayoría de los gobiernos estales y de sus bancadas locales, ha permitido que el tracto de las reformas constitucionales pueda avanzar y concretarse a la manera de lo que ocurre con las leyes ordinarias, conforme a las intenciones del gobierno, sin importar que éste haya o no planteado dichas propuestas en la campaña electoral.

Todo ello fue posible cuando el tema de la super mayoría en la Cámara de Diputados se concretó, y cuando en el Senado se hizo uso y abuso de los recursos que el pragmatismo más rampante y descarado permite para capturar los votos que les hacía falta para obtener, ahí también, la mayoría calificada para reformar la Constitución; en una cámara se logró una super mayoría de manera legalista; en la otra cámara se logró lo mismo de forma descarada y burda. En los hechos, se deshizo el contrapeso del Congreso y, desde esa plataforma, se encaminó una reforma del poder judicial para culminar la ruptura de los equilibrios entre los poderes.

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El vestigio que quedaba para detener la reforma judicial por medio del recurso de amparo y de la posibilidad de control de la constitucionalidad, fue abatido por la vía de una nueva reforma para establecer la irrevocabilidad expresa de reformas constitucionales que hubiesen sido aprobadas conforme a lo dispuesto por la propia Constitución. Se completó así un círculo que garantiza la primacía del poder ejecutivo sobre los otros poderes y que, en los hechos, reduce la función del Estado y del gobierno a la tarea presidencial, mediante el sometimiento a él de los poderes legislativo y judicial.

Un pequeño rasero de independencia frente al presidencialismo omnímodo quedaba con la participación de los llamados organismos constitucionalmente autónomos, pero una nueva reforma constitucional lleva a la desaparición de 7 de ellos, lo que de un plumazo conducirá a eliminar escollos que permanecían para atemperar los excesos del presidencialismo, como sucedía con la Comisión de Competencia Económica, el Instituto Federal de Telecomunicaciones y el Instituto Federal de Acceso a la Información, mismos que han sido desmantelados, junto con otros. Se elimina así espacios que daban pábulo a la fortaleza del Estado y a la profesionalización de la gestión pública.

Es de suponerse que dos de los que se mantienen, como lo son el Banco de México y el INE, conserven su autonomía constitucional, pues ahí se encuentran asideros troncales de nuestra solvencia monetaria y financiera, así como de la pluralidad y competencia político-electoral que todavía existe. Pero en este despliegue de autoritarismo nada ni nadie tiene la vida segura.

La vieja visión arropada por el marxismo-leninismo hablaba de tomar la maquinaria del Estado para que con sus propios instrumentos se prepara la fase de transición hacia el régimen revolucionario; sí, se habría de suprimir o aniquilar al Estado, pero diferían con los anarquistas en el sentido de que ello no pasaría de una manera simple; de ahí la necesidad de tomar dicha maquinaria para preparar una nueva que permitiera ampliar la democracia con sentido revolucionario y desarraigar el burocratismo. Algo de eso parece ocurrir ahora.

En efecto, se toma la máquina del Estado y desde esa base se prepara una nueva.