En la conversación relevante sobre asuntos públicos en México advierto tres narrativas críticas contrarias a las políticas del proyecto de la Cuarta Transformación (4T), las cuales me permito describir y, a su vez, criticar.

Primera, la tradición se impone a la modernidad.

Esta narrativa propone que el país del proyecto de la 4T continúa atrapado y fascinado por sus gestas históricas, se cree glorificado por ellas e, inspirado en sus ejemplos, y se niega a continuar por el camino de las modernizaciones que ha caracterizado a la tendencia liberal dentro de la época moderna, aun cuando se reconozca que esos impulsos no han conseguido suficiente éxito.

Así pues, si antier fueron los contrarios a los borbones, a Lucas Alamán o al Porfirio Diaz tardío, o bien, ayer los opuestos a los diferentes proyectos priistas más modernizantes, incluido el más reciente del Pacto por México, emblemáticamente el cancelado aeropuerto de Texcoco, desde 2018 son el obradorismo y el claudismo los que abjuran del progreso y sumen al país en la antimodernidad.

Entre las numerosas debilidades del argumento que opone tradición a modernidad, y que esconde los intereses de clase, etnia o grupo respectivos, cabe hacer notar que obras como el Tren Maya, el AiFA, super carreteras regionales o caminos artesanales en zonas indígenas, iniciados o concluidos por la 4T, implican estrategias de desarrollo regionalizado e internacional que para el mundo globalizado y localizado que se está reconfigurando redundan, a la vez, en beneficios empresariales y sociales, individuales y colectivos, liberalizantes y comunitarios, todos verificables.

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Lo anterior en el entendido de que cualquier opción de política pública implica costos y beneficios diferenciados para diversos actores.

Segunda, la transición a la democracia se reemplaza por la transición a la autocracia o el autoritarismo populista.

Esta narrativa expone que los avances de una democracia pluralista y competitiva, respaldada por una ciudadanía libre –en rigor, un tercio del electorado– y organismos electorales autónomos, están siendo erosionados y revertidos por una fuerza política mayoritaria populista con ADN antidemocrático.

Los analistas que apoyan esa proposición con frecuencia manipulan las nociones de “autocracia” o “populismo”, o bien, se basan en las no menos cuestionables mediciones fundadas en sistemas de indicadores, diseñadas y operadas por instituciones internacionales y que, además del sesgo predeterminado por una concepción de democracia, hacen abstracción de los contextos específicos en los que transcurre la vida sociopolítica de los países evaluados..

Al respecto, cabe advertir que si un sistema político, de gobierno, electoral o de partidos, incluso si el contexto de esos sistemas pierde puntos en la medición apoyada en encuestas o en entrevistas levantadas a la distancia, en ese mismo contexto coexisten opiniones que desde otra visión de la democracia –interpretada como constante mejoramiento social, económico y cultural del pueblo– lo califican como más y no como menos democrático.

Así, por ejemplo, en la medición convencional puede observarse un desgaste o limitación en la autonomía de las autoridades electorales o en el vigor del pluralismo, pero no se registra o acredita la ampliación de los mecanismos de democracia directa o la disminución de la pobreza, y mucho menos se atienden factores causales tales como la macrodelincuencia, captura del estado o seguridad nacional.

Tercera, la elección judicial mediante voto popular es una muestra más de la tendencia hacia la autocracia populista, o bien, una extravaganza kafkiana que destruye la última garantía de la democracia constitucional: la independencia judicial.

Una vez más, la narrativa da por sentado que la independencia se había alcanzado con el modelo hasta ahora prevaleciente y se hace abstracción de sus fallas telúricas, porosidad y endogamias incorregibles o decisiones injustificables en casos de trascendencia nacional.

Más aún, la ceguera a la posibilidad de abrirse a la otredad impide a los analistas convencionales desde su propio púlpito el abonar alguna ventaja al ejercicio inédito de la elección judicial en México.

Solo para ilustrar mi crítica: No se pone la lente –salvo para denostar– en que elecciones judiciales tienen lugar en otros países (desde Japón a Suiza o de Bolivia a Estados Unidos) y que, con todas sus prisas y debilidades, la nueva opción institucional descorporativiza y abre horizontes de participación ciudadana, democratiza el acceso al servicio judicial en todos los niveles, abre ventanas de oportunidad para cambiar la relación entre judicatura y sociedad, genera posibilidades para mejorar la justicia pronta y expedita, inicia un proceso de relegitimación de la justicia junto con su federalización real, y, en particular, incrementa el conocimiento y la conciencia jurídica y política del pueblo, lo cual también es un ingrediente clave de la democracia bajo cualquier modelo teórico-práctico que se prefiera.

Estimo que todo cambio estructural es y debe ser controvertido y riesgoso, más aún cuando conlleva decisiones e implicaciones inéditas y, por ende, más o menos inciertas.

No obstante, bajo determinadas condiciones de alto riesgo para la gobernabilidad del país de que se trate, esos cambios de fondo son preferibles a la fatalidad de la inercia prevaleciente.

Así lo hace ver la telegráfica revisión crítica de tres de las narrativas conservadoras al uso en México, que aquí he expuesto y criticado.

Esas narrativas buscan, legítimamente en tanto expresión del pluralismo democrático en el que convivimos, aunque equivocadamente en términos de su pertinencia social y constitucional contemporánea, oponerse a la transformación histórica del país.

Estimo que el contexto histórico en plena transformación no avala sus dichos.