Las recientes amenazas del presidente electo Donald Trump de imponer aranceles del 25% a México desde el primer día de su gestión son, sin duda, motivo de preocupación para la economía nacional y así lo han reflejado ya las calificadoras y entidades financieras. Con ello, se ha reavivado el argumento de que, de cara a la revisión del T-MEC en 2026, uno de los temas centrales sobre la mesa podría ser la reforma judicial, percibida como una amenaza a la subsistencia del Estado de derecho y a la seguridad de las inversiones en nuestro país.

El planteamiento parte de una premisa sumamente cuestionable: que nuestro sistema judicial goza de confianza en el extranjero. Si nos atenemos al Índice de Estado de Derecho del World Justice Project para 2024, México se encontraría en el lugar 118, de entre 142 países evaluados. Pareciera más bien que, entre los factores a considerar para invertir en nuestro país, siempre ha estado la relativa debilidad del Estado de derecho.

La pregunta que se impone, por tanto, es si la reforma judicial significa realmente el fin del Estado de derecho. Por más de que en los últimos meses el Poder Judicial de la Federación haya tratado de defender una visión romantizada de la judicatura federal, lo cierto es que la corrupción existe, y a gran escala. El sistema de carrera judicial, en su diseño actual, ha asegurado un piso mínimo de capacitación, pero también ha propiciado un cuerpo de personas juzgadoras poco diverso y endogámico, propenso a la conformación de redes de tráfico de influencias. La opacidad y la poca rendición de cuentas no son sino algunos de los problemas que, sumados a las fallas de las otras instituciones operadoras del sistema de justicia, llevaron al contexto de desprestigio y de falta de legitimación que hizo posible la reforma.

Ahora, es cierto que el diseño de la reforma constitucional presenta riesgos y enormes desafíos. Pero los escenarios catastrofistas no son inevitables. La construcción de un Poder Judicial de la Federación fuerte, capaz de garantizar el Estado de derecho es perfectamente posible, y para ello será fundamental la labor de los comités de evaluación en las próximas semanas.

Su tarea será seleccionar los perfiles más idóneos, a partir de lo que para cada uno de ellos sea importante: solvencia técnica, solvencia moral, o una particular manera de ver e interpretar el derecho. Deberán evaluarse las trayectorias para asegurar capacidad técnico-jurídica, diversidad ideológica, y una pluralidad que aporte diversas perspectivas a la función jurisdiccional. De entre esa oferta, a la ciudadanía corresponderá elegir a las personas que mejor representen sus aspiraciones de justicia. Así, la reforma abre la puerta para una construcción colectiva del nuevo sistema, como base para la conformación de un nuevo pacto entre la sociedad y sus personas juzgadoras.

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El Estado de derecho supone, como mínimo, el sometimiento de todas las personas –y del poder público– a la Constitución y a las leyes; la existencia de contrapesos efectivos, y el respeto a los derechos fundamentales de las personas. Pero todo ello requiere de una base de legitimidad, hoy inexistente. La elección judicial brindará a la nueva generación de personas juzgadoras una legitimación de origen a partir de la cual será posible reconstruir las piezas de un sistema judicial que colapsó. Su tarea será respaldar esa confianza con la capacidad, la honestidad, la imparcialidad y la independencia, necesarias para asegurar que los conflictos sean resueltos en forma efectiva.

Nuestro país se juega mucho en este proceso, tanto en el plazo inmediato como para la posteridad. La reforma es una realidad y es momento de hacer de ella un instrumento de fortalecimiento del Estado de derecho. Solo así podremos tener la estabilidad interna necesaria para enfrentar cualquier reto desde el exterior.

La autora es magistrada del 24º Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito