Andrés Manuel López Obrador como opositor y gobernante ha probado que un gobierno en un país dividido puede salir adelante. El problema está en qué condiciones. Una autoridad cuestionada en sus fundamentos por el opositor abre la puerta al disenso y la debilita para tomar determinaciones difíciles en tiempos complejos. En el otro extremo, un gobernante popular en un país dividido, con una oposición marginal en el debate público da curso al abuso del poder y a la impunidad social y jurídica.

Así puede plantearse el dilema de la última década. El gobierno de Peña Nieto, a partir de las realizaciones de los primeros dos años y ante el desprestigio por los escándalos de venalidad y la incapacidad para lidiar con la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa resolvió ir pateando el bote ante la descomposición política generalizada y la frivolidad presidencial, al tiempo que López Obrador iba ganando terreno como opción para dignificar a la política, frenar la corrupción y ofrecer inclusión a las mayorías.

López Obrador ganó el poder. La polarización pasó de ser un recurso para ganar votos a un medio para gobernar y anular resistencias, la crítica y hasta el escrutinio al poder. La libertad de expresión independiente del poder, así como la transparencia fueron vistas como recurso neoliberal. Se pasó a la báscula no sólo periodistas de la acera de enfrente, sino también a aliados que persistieron en el oficio crítico al poder, casos de Carmen Aristegui y del semanario Proceso, a su vez que las grandes televisoras se sumaron a la propaganda oficialista de acuerdo con el canon de las ilegales prédicas matutinas del presidente, plenas de mentiras, excesos, agresiones verbales e insultos generalizados. No pocos medios de relevancia asistieron a la práctica de la autocensura.

La polarización se ha naturalizado en la vida pública porque ha sido funcional al poder. Las condiciones de eficacia para el obradorismo descansan en la división de los mexicanos a partir del maniqueísmo que los divide entre buenos y malos, los justos y los ambiciosos y corruptos, los genuinos demócratas y los falsarios. La polarización ofrece dos activos sumamente valiosos para el régimen: la legitimidad sobre su elevada causa moral y blindarse de los malos resultados y de la crítica. Toda postura contraria es un complot de los adversarios en la pretensión de mantener o recuperar sus privilegios. Las palabras presidenciales han sido excesivas contra periodistas críticos e independientes, no así para los criminales.

¿Continuará la polarización? Parece ser que sí, aunque en un nuevo entorno y un distinto referente como liderazgo. No es lo mismo López Obrador que Claudia Sheinbaum, pero hasta ahora las diferencias han sido de formas, no de sustancia. La campaña y desde la elección hasta ahora la adhesión absoluta a la postura del presidente que se va, quien llena de elogios a su sucesora, es incapaz de respetarle su propio espacio; al final de cuentas el proyecto político es él y la sucesión hacia 2030 ya se perfiló. En su perspectiva y en la de muchos más, el gobierno de Sheinbaum es una pausa, una gobernante regente mientras regresa el obradorismo bajo la conducción del hijo del Mesías.

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La polarización continuará, pero los retos son diferentes. La reforma judicial es punto de inflexión y caída dramática del régimen democrático. Cada vez será más difícil recurrir al pasado para justificar los malos resultados de la gestión del gobierno. Concentrar el poder ni siquiera da espacio para culpar a la oposición o a los disidentes o la mayoría parlamentaria. El entorno económico tampoco da para reproducir la mediación clientelar entre el poder político y la sociedad. El gobierno que inicia no cuenta con recursos financieros, a la vez que ahuyenta a la inversión privada. La relación con los socios comerciales apunta a una relación conflictiva que se resolvería con concesiones mayores para así dar seguridad y certeza de derechos. Sin sistema de justicia confiable, los inversionistas trasladarán la competencia jurisdiccional fuera del país, además de las cuantiosas sanciones financieras que desde ya se perfilan.

La herencia del obradorismo no anticipa la catástrofe, pero sí una autoridad política muy distante al consenso de la presidencia de López Obrador, fundamental para el control político y el cambio de régimen político. La polarización muestra efectos de agotamiento como recurso de control y plantea que cuando la propaganda es insuficiente, se presenta la necesidad del uso aparato represivo. Llegaron no a gobernar, sino gozar del poder a toda costa. La aprobación de la reforma más relevante de las últimas décadas representa el golpe más severo al régimen democrático en un país dividido a partir de la ventaja del régimen por la polarización.