Con autorización de Plaza y Valdés Editores, SDPnoticias publica un fragmento del libro de Héctor Palacio.
Deja que a comer te invite,
para que te ofrezca, ufano,
este plato mexicano
de huauzontle y de quelite
y de papaloquelite.
Alfonso Reyes; Río de Janeiro, 1932.
I. Un sibarita tropical
“Bueno, pues ya es la hora del desayuno”. Como muchas veces en Palacio Nacional, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, se despide entre sonrisas de la prensa asistente al encuentro matutino (célebre “mañanera”) en Cuernavaca, Morelos, el 25 de marzo de 2022, bromeando y haciendo referencia a su apetito y un guiño a los alimentos por venir. Algo del todo entendible cuando alguien como él se ha levantado a las cinco de la mañana, ha presidido la reunión de seguridad nacional de seis a siete, sostenido una conferencia de pie frente a los medios de comunicación que promedia más de dos horas, y en la que desgasta energía, razonamiento y ánimo. Y al cruzar el reloj las 9:30, el estómago no tiene más que agua, café, alguna fruta o pan; acaso sólo café.
Y es comprensible no sólo en términos orgánicos y biológicos, también culturales. Recuerdo a mi abuelo Pantaleón -en la Ranchería Tumbulushal, municipio del Centro, Tabasco- despertar alrededor de las cuatro de la mañana para ir al campo. Antes de partir, tomaba café amargo y llevaba consigo, en el morral, una buena pelota de pozol blanco o con cacao. Bebida energética a base de maíz, nutricia y sabrosa, que históricamente han consumido los campesinos tabasqueños para hacer frente a las arduas condiciones de vida y trabajo en el trópico mexicano. Cuando ese abuelo ya fue capaz de tener un poco de terreno propio (ejido) para sembrar y criar algún ganado de ordeña, regresaba alrededor de las ocho de la mañana (mientras comenzaba en la radio de batería, no había electricidad, Porfirio Cadena, El ojo de vidrio) y pedía a la abuela su “bebida”; es decir, pinol de maíz tostado espeso cocido en agua, o polvillo: maíz y cacao tostados. Y hacia el mediodía, cuando por casualidad no regresaba al campo, podía verlo reclinado en la parte trasera de su casa comiendo masa blanca de pozol con chiles pico’e paloma maduros (Capsicum frutescens). Aún se consume hoy el pozol en Tabasco, pero se ha convertido, por una serie de combinaciones, en una bebida popular y popularizada a veces tergiversada.
He pensado que si mi abuelo hubiera sido presidente de México (aunque siempre fue analfabeta pues, por la orfandad total y la necesidad, no asistió a la escuela), habría tenido un horario semejante al de AMLO; con una jornada equivalente de actividades, del amanecer al anochecer.
“A lo mejor nos toca cecina de Yecapixtla, ¿eh?, chilaquiles… -una provocación del presidente al gobernador y ex futbolista Cuauhtémoc Blanco, presente en la conferencia-. Ya ahora vamos a estar hablando más de lo suculento de la comida mexicana. Ya quisieran en otras partes tener la variedad de alimentos, de guisos, de comidas como en México. Y eso tiene que ver con nuestras culturas. Cuando existe una o dos culturas o una dominante, la comida es una sola. Pero México es un mosaico cultural; muchas culturas, muchas regiones diversas”. Y a punto de terminar, se da tiempo para conferenciar sobre lo distintivo del mole poblano y sobre el “exquisito mole de cadera” de Tehuacán, el frijol con puerco, los quelonios comestibles de Tabasco -pochitoque, hicotea, tortuga de agua dulce, el guao y el chiquiguao prehistóricos; excepto la mojina, que no se consume porque cuando la pretenden cocinar, llora, por eso cumple el papel de mascota de los niños de las rancherías tabasqueñas-, el robalo, las mojarras tenguayaca, castarica y paleta. “Hay que procurar lo más natural posible”, advierte al criticar a la mojarra tilapia africana y la basa que traen de China. Y finalmente cuenta lo sucedido en Tabasco con el pejelagarto que, de ser alimento de pobres, con el tiempo se volvió muy famoso y ahora es un platillo exquisito, el pejelagarto asado. “Y a mí me llaman peje pero no soy lagarto, que es también otra cosa; distinto”; risas de todos.
Y sí, la cecina de Yecapixtla asada, acompañada con nopales también asados, frijoles, salsa picante (o salsas varias) y tortillas hechas a mano, es apetecible sin duda. Lo saben quienes han andado por esas rutas. Y pues siempre hay que aprovechar el viaje o el paso por Morelos; llegar a este Estado vía Xochimilco, es en sumo agradable.
Apenas la semana anterior, el 21 de marzo, había explotado en redes sociales y medios el escándalo de “La señora de las tlayudas”. Una mujer que se había “colado” a las instalaciones del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), durante su inauguración o entrega recepción –término y acción esta última para no violentar la curiosa veda a la revocación de mandato presidencial que se votaría el 10 de abril; el nuevo instrumento democrático constitucional de los mexicanos-, en el aniversario del nacimiento de Benito Juárez, y había tenido enorme éxito vendiendo sus alimentos. Que resultaron ser a final de cuentas doraditas de Toluca, no las flexibles tlayudas oaxaqueñas. Este hecho, la osadía de la señora, provocó el desdén, la ira, el odio, la ofensa, la burla, el clasismo vulgar y despreciable de mucha gente en las redes sociales. Sobre todo, entre la oposición al gobierno encabezado por López Obrador, que busca y encuentra cualquier pretexto para gritar su rechazo a aquello que signifique una expresión del político nacido en el municipio de Macuspana, Tabasco, cuyos nativos son conocidos por los tabasqueños como “tumbapatos” (además de peje, el presidente es tumbapatos, pues), otra afrenta para ellos: el origen provinciano y aun pueblerino del presidente.
Un “indio de Macuspana patas rajadas, que ni el mejor zapato que se ponga le quita lo naco”, según lo espetado, voz en cuello, por una señora durante la marcha por la supuesta defensa del Instituto Nacional Electoral, el 13 de noviembre de 2022, bajo el absurdo lema “El INE no se toca”; ¿qué puede ser intocable en una democracia? En realidad, una marcha contra AMLO y su gobierno, y en favor de los privilegios, convocada y encabezada por parte de los más grotescos y corruptos políticos del historial mexicano de las últimas cuatro o cinco décadas.
Lo anterior forma parte, sin duda, del fenómeno explicado por el periodista Hernán Gómez como “Pejefobia”, es decir, “un miedo irracional e infundado a ya sabemos quién” que, no obstante su origen, se ha atrevido a ocupar una posición considerada y reservada para las élites. En realidad, significa el “desprecio a lo que… representa. Es el miedo de los privilegiados (y de los advenedizos que se identifican con ellos) a la ‘plebe’ que pretende igualárseles. Es el rechazo a empoderar a los desposeídos” (“La pejefobia”; El Universal, 09-03-18). Por su parte, el historiador y analista Lorenzo Meyer escribió en diciembre del mismo año “Aporofobia”, sobre el fenómeno AMLO y el temor y aversión a los pobres. Dice Meyer, “La Academia de la Lengua Española acaba de incorporar a su diccionario el término aporofobia. Concepto formado con las voces griegas ‘á-poros’ –sin recursos, pobre-, y ‘fobéo’, espantarse. Temor o aversión a los pobres” (“Aporofobia”; El Universal, 09-12-18). Conociendo ambos textos, escribí una sintética y “feliz” conclusión: “La pejefobia es una aporofobia”; la pejefobia como el ejemplo más acabado de la aporofobia mexicana del siglo XXI (SDPnoticias.com; 07-08-19).
Convertida en fenómeno mediático, Guadalupe Piña, Lupita, la vendedora de doraditas toluqueñas en el AIFA, acudió como miles de personas a la oficina de Atención Ciudadana de Palacio Nacional para solicitar apoyo al presidente. Y lo consiguió, reportan los medios. Leticia Ramírez, encargada del área en ese entonces (hoy secretaria de Educación Pública), informó del asunto al jefe del poder ejecutivo de la nación. Y él, razonable y empático, dio la indicación de que se le permitiera vender en Cencalli, la Casa del maíz y la Cultura Alimentaria, inaugurada en Los Pinos el 29 de septiembre de 2021. Siendo ya tan viral el caso, resultó en gran acontecimiento al grado de venderse, el primer fin de semana, alrededor de mil doraditas en dos días; según información de la propia Lupita. El éxito fue tan abrumador que, por auténtica demanda popular, Lupita regresó varios fines de semanas a Los Pinos para ofrecer “tostadas o huaraches”, como ella llama a las doraditas de maíz azul que produce en Toluca (sí, en realidad, la forma es como de guaraches azules crujientes, cubiertos de frijoles bayos, nopales picados, cebolla, cilantro, queso rallado y salsas verde o roja; o ambas, si el gusto y la ambición lo desean). Volvió reiteradamente a ofrecer su alimento al recinto del poder de los poderes. A la casa oficial del presidente durante decenios desde 1934, hasta que a partir del primero de diciembre de 2018, con el gobierno democráticamente electo el primero de julio de ese año, fue transformado en un complejo cultural abierto a todos. Sitio donde, seguramente, nunca se sirvieron doraditas ni tlayudas sino manjares muy refinados a los habitantes y sus invitados.
Como en todos los ámbitos de su gobierno y su persona, AMLO también genera, en cuanto a sus aficiones y hábitos alimenticios, adhesiones y rechazos. Admiración profunda y crítica ruda. Aplausos y ofensas. En cuanto se refiere a estas últimas, resultan así porque la oposición política trata de minar su gobierno en todos los sentidos y campos de acción. ¡Hasta en la pitanza! Y toma provecho del asunto culinario porque el presidente es una persona que de verdad disfruta del comer; más que del beber. Una de las tantas descalificaciones de una maledicente senadora saltimbanqui por el estado de Sonora a López Obrador dice, por ejemplo: “un mesías tropical, ese que come sus garnachas sobre la Constitución”. Y es que el gusto y aun placer del presidente es una cuestión que está presente todos los días desde el desayuno a la comida; y a veces, en la cena. Ya sea en Palacio Nacional –residencia oficial del gobernante- o durante sus giras por el país. Del Norte al Sur, del Golfo de México al Pacífico, incluyendo el Mar Caribe. Las comidas regionales son parte de la fruición del paladar, del gusto del hombre de Palacio. Aunque tenga un afecto particular, expresamente declarado y practicado, por la comida de su “tierra y su agua”, Tabasco. Cocina no muy conocida pero con una individualidad sui generis que ha sido objeto del elogio incluso de chefs internacionales que han percibido, junto al exotismo, los sabores distintos y diferenciados del resto de la comida mexicana. Aunque también son claras las semejanzas. El consumo del maíz, por ejemplo, que es el mayor fenómeno homogeneizador de la cultura culinaria mexicana.
Y por ello, aunque pareciera que estuviéramos ante un ser de vocación pantagruélica, de apetito voraz, ante un tragón, un glotón incurable, conforme a evidencia pública en realidad se trata de una persona más bien frugal y de constitución sobria, con el respectivo abdomen, vientre, panza o barriga para un mexicano promedio de su edad que no es obeso pero tampoco un atleta (también su estómago, como el cabello encanecido, los dedos torcidos de la mano, o sus pies, ha sido objeto de crítica y burla). Por otro lado, contrario al boato y al sibaritismo que pudiera sospecharse, dada la investidura presidencial que ostenta -máximo poder del país-, y la práctica común en el pasado de personajes con equivalente jerarquía, estamos más bien de cara a un anti-sibarita.
El ser sibarita está habituado al placer refinado, le gusta “vivir bien”, lo que necesariamente se traduce en un estilo de vida caro; puede ser lujoso o no, de excelencia o no, pero siempre es oneroso. Y como se ha acostumbrado en México, ese excesivo cargo va directo al erario, es pagado con dinero público. El político consume el corte de res, la langosta o el salmón, el vino de colección, el licor añejo, el wiski “single malt” que todos pagamos.
Si el sibarita engulle caviar o langosta, el anti-sibarita de Palacio prefiere complacido cualquier guiso mexicano que incluso puede ser solamente un plato de frijoles negros (frijol con puerco, una exquisitez del sureste, puede llegar a ser un lujo). Y no por chovinismo, aunque pueda lindar en ello a veces. La exaltación desmesurada de lo propio, como en los graciosos versos de Alfonso Reyes citados en el epígrafe de esta obra, escritos en el contexto de una disputa estética e ideológica entre la generación de los poetas de la revista Contemporáneos y sus detractores, los Estridentistas. En realidad, por autenticidad, costumbre, hábito, origen: Tepetitán, un poblado del municipio de Macuspana, Tabasco. No por alarde, por sinceridad. Quizá por ausencia de, o renuncia a lo sofisticado. O más bien, por elección del paladar de ese mexicano tabasqueño orgulloso de la raíz, sincero y enamorado de lo propio.
De allí que desdeñe, rechace, se ría de la crítica a sus usos y costumbres alimenticias, y aproveche la tribuna de las conferencias matutinas en Palacio, el micrófono en los templetes durante las giras, las paradas a fondas y restaurantes, puestos a orilla de la carretera en que graba videos con cientos de miles y aun varios millones de reproducciones, para subrayar su elección y predilección. Su organicidad anti-sibarita. O su sibaritismo tropical, parafraseando a uno de sus mayores críticos y detractores -hoy apagado; quizá agazapado-, Enrique Krauze.
Veamos un poco a este crítico. Según la propuesta del ensayista Krauze (más que historiador), así como hay mesías de primera clase, del norte de los continentes, también hay de segunda: son tropicales. Es decir, del sur, donde el sol, el calor, la humedad, los mosquitos y la vegetación establecen una condición y circunstancia de menor categoría. Una obvia concepción sectaria, clasista y aun racista; o “eurocentrista”, un eufemismo que solía usarse en la Universidad hace tiempo. Esta es la premisa intelectual que subyace en su texto “El mesías tropical” (Letras libres; 30 de junio de 2006), que fuera un arma usada, junto con el eslogan empresarial “Un peligro para México”, como parte de la campaña contra el candidato presidencial del 2006, López Obrador, y que contribuiría a justificar y convalidar el fraude electoral perpetrado entonces.
En este sentido y volviendo a la mesa, frente al sibarita tradicional “aficionado al lujo y a los placeres caros y refinados, especialmente si rechaza las cosas que no lo son” (de acuerdo a la definición de Oxford Languages and Google), un habitante de Síbari -localidad perteneciente a la comuna de Cassano all’Ionio, en la provincia de Cosenza, región de Calabria, Italia; nos dice Wikipedia-, caracterizado por su inclinación a la pompa, la ostentación y la ociosidad, el sibarita tropical sería propiamente un anti-sibarita, alguien que ante los placeres costosos, refinados, el boato y el ocio en sentido negativo, prefiere lo que el pueblo también quiere y consume.
O en sentido contrario, pudiera decirse que ese sibarita tropical o anti-sibarita, ha querido elevar al rango de lo exquisito al frijol negro con puerco, los tamales de chipilín (“maneas”, en lenguaje tabasqueño), los tamales de masa colada, la barbacoa, las popularísimas garnachas (chalupas, pellizcadas, sopes, guaraches, quesadillas, tortas, tacos, flautas, panuchos, salbutes, gorditas, tortas ahogadas, negritas…), al caldo de queso, caldo de pavo sancochado, cochinita pibil, cecina, tlayuda, mondongo, mole, romeritos, chicharrón en salsa verde o roja, chiles rellenos, platanitos rellenos, puchero de res, al pejelagarto asado… Y no con demagogia sino como verdad; la que practica todos los días de la existencia al sentarse a la mesa.
Es decir, él ejercita cotidianamente la comida mexicana: Un arte para el paladar; aunque suene a frase hecha. Convertir, de cierta manera, al alimento del pueblo en un auténtico sibaritismo nacional. Esta sería acaso la actitud y convicción del “Tragón de Palacio”. Y aquí conviene recordar que, desde noviembre de 2010, la UNESCO declaró a la comida mexicana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, de acuerdo a criterios sobre la cultura, antigüedad, biodiversidad, historia y carácter ceremonial y ritual de la misma.
Por otro lado, es evidente cómo durante los últimos lustros la comida mexicana en general y la llamada callejera, en particular, han experimentado un auge formidable. Decenas de youtuberos internacionales y nacionales salen a las calles de la Ciudad de México y recorren otras más de todo el país para saborear la gran variedad que se ofrece al disfrute de los sentidos. Y lo hacen no sólo porque les gusta, también porque obtienen cientos de miles, millones de vistas que les reditúan ingresos importantes; porque la comida mexicana se ha vuelto muy popular y muy deseada en el mundo. Sin duda, la mexicana entra en un reducido grupo de cocinas y comidas de gran atractivo internacional como la china, japonesa, italiana,… Pero también sin duda, más que la calle de las ciudades o los restaurantes de lujo, lo que la gente busca son los mercados populares, las fondas de los pueblos y pequeñas ciudades por todo el país. En cada área geográfica de la nación se dará sin duda con algo sabroso de comer. Siempre se disfrutará de la expresión del maíz en sus múltiples formas y combinaciones, del chile en sus multicolores y multi-sabores salsas picantes y sin picar.
Testimonio histórico registrado de ese auge internacional lo dejó en video y por escrito el célebre chef y presentador Anthony Bourdain tras sus visitas a México. Aquí el párrafo inicial de su conocido texto “Bajo el volcán”, publicado en mayo de 2014: “A los estadounidenses nos encanta la comida mexicana. Consumimos nachos, tacos, burritos, tortas, enchiladas, tamales y todo lo que se parezca a lo mexicano, en cantidades ingentes. Nos encantan las bebidas mexicanas y todos los años bebemos con alegría enormes cantidades de tequila, mezcal y cerveza mexicana. Amamos a los mexicanos, ya que ciertamente empleamos a muchos de ellos. A pesar de nuestras actitudes ridículamente hipócritas hacia la inmigración, exigimos que los mexicanos cocinen un gran porcentaje de la comida que comemos, [y] cultiven los ingredientes que necesitamos para hacer esa comida”.
Naturalmente, los críticos del gusto presidencial tan “pueblerino” frecuentan restaurantes de lujo, sofisticados. Prefieren un jugoso corte a la parrilla, caviar, cola de langosta rellena de angulas, delicadezas francesas o japonesas como pato salvaje a la naranja o la tierna y delicada carne de Kobe. Pero no hay duda que tarde o temprano, si es mexicano (y si no lo es, con más razón), ese crítico adinerado comerá tacos en alguna refinada y cara expresión. Como la presumida por la esposa de un futbolista del club Chivas de Guadalajara en redes sociales, donde exhibió una cuenta cercana a los veinte mil pesos en la que se detallan carnes de entre 3 y 4 mil pesos, y destacan un taco de costilla por 590 pesos y otro de langosta por 1,022.00.
Estos críticos delicados pagarán 200 o 300 pesos en adelante por tacos que contrastarán radicalmente con los tacos de cabeza de a cinco pesos o de suadero (o “suaperro”, vox populi dixit), o de tripa de a cuatro o cinco por quince pesos (hay quienes mejoran la oferta, 3 por 10), debajo de un puente, en la acera “polulosa” de alguna importante avenida o a la salida de algún metro o terminal de autobuses. Sabroso y cálido complemento nocturno (la cena) al abundante caldo de gallina con garbanzo –a veces sin gallina-, arroz, verduras, limón y tortillas del mediodía. La experiencia es distinta pero semejante; cuando menos –cuando menos- en geografía e ingredientes esenciales. Una cuestión de circunstancias y condiciones de existencia.
Fragmento del libro Un sibarita tropical. O sea, el tragón de Palacio. Plaza y Valdés, 2023.
Héctor Palacio en X: @NietzscheAristo