Este 5 de febrero se conmemora la Constitución de 1917 en Querétaro y sin Corte. Hay ministras presentes, pero de aquella Constitución queda poco y de la Corte, menos. El momento que vivimos rompe un paradigma de estabilidad constitucional qué duró más de 100 años pero se volvió obsoleta.

Lejos de enfrascar el debate acerca de las razones por las que la ministra Norma Piña, como persona y no como representante de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no fue invitada a la ceremonia que hoy se celebra, vale la pena reconocer el vacío de un poder en la estructura del Estado mexicano. Se trata de un reconocimiento retirado, una Suprema Corte de Justicia de la Nación que pareciera haber sido no solo derrotada en la narrativa pública y en las reformas políticas que plantean su reestructura, sino de una desaparición fáctica temporal.

No es que la ministra presidenta no este invitada, se trata de que la Corte actual no existe en el ideario republicano. Su operatividad y nombramientos no han perdido vigencia pero su presencia es convaleciente. Optar por suspender su participación en la reforma judicial, desde una minoritaria postura legalista pero no política, les ha colocado en un lugar de gran irrelevancia. La Corte no alcanzó a reconocer que la Constitución, como pacto político, social e histórico, obedece a su manera de evolucionar y aquella manera depende estrictamente de sus grupos integrantes.

El poder judicial, como tercer poder, no ha desaparecido ni de la letra de la norma fundacional ni de las facultades para seguir impartiendo justicia, pero en la vía de los hechos, no forman parte ya de la discusión de lo público. Tampoco son acatadas sus resoluciones de trascendencia, al menos, no las que se contraponen con el proceso de reforma judicial.

Lo relevante no es la ausencia ceremonial, sino la ausencia institucional y aquello implica que el Estado mexicano, como era entendido, nunca volverá a ser el mismo.