Espero que el fin de año haya sido gratificante para ustedes, al lado de sus seres queridos. Regreso con bríos renovados para tocar un tema que a todos nos gusta: la comida, y para empezar este año, nada mejor que una joya de la gastronomía mexicana.
Justo en la alcaldía Azcapotzalco -cuyo nombre proviene del náhuatl azcaputzalli, hormiguero, y co que indica locación/lugar, y traducimos “en el hormiguero”- se encuentra la colonia Clavería, fundada en los antiguos terrenos de la Hacienda de San Antonio Clavería (Siglo XVI); tales tierras fueron entregadas a Hernán Cortés, y hasta nuestros días se conserva en perfecto estado el casco original de la hacienda.
La hacienda pasó por varios dueños, siendo uno de los más destacados don Domingo de Bustamante, que la adquirió a finales del siglo XVIII, y afirmaba ser descendiente de Carlomagno. Sin embargo, la importancia de Clavería se daría bajo la presidencia de Porfirio Díaz, que en 1906 convirtió la antigua hacienda en un espacio de veraneo. Muchas familias acaudaladas adquirieron predios y fincaron sus “casas de verano”, conservando la traza prehispánica que comunicaba con el pueblo de Tacuba.
En dicho lugar se levantaron varios “chalets” y casas de campo de marcado estilo afrancesado, pero también de estilo inglés, de las que se conservan algunas edificaciones todavía. La sola visita del lugar bien vale la pena, pero si además quiere vivir toda una experiencia culinaria en este lugar mágico, donde converge el mundo prehispánico, el virreinato y el porfiriato, entonces deben conocer un lugar que combina a la perfección todos esos elementos, pero en la comida.
“Nicos” lleva por nombre, y se autodefinen como una “fonda de barrio”; fundada en 1957 por María Elena Lugo y su esposo Raymundo Vázquez. Al al frente del lugar se encuentra su hijo, el chef Gerardo Vázquez Lugo.
Para abrir boca pedimos de entrada “cecina de res crujiente” ($137), que traen de León, Guanajuato, y que consiste en la proteína deshidratada a modo de chicharrón, con guacamole por dentro; te lo comes de un bocado y es una entrada digna de abrir boca para los siguientes platillos. Lo de fonda de barrio se desmoronará cuando vean que pueden pedir una botella de champaña francesa Louis Roederer, que a la vista presenta un color dorado, con efervescencia fina y regular, en nariz hallamos aromas tostados, piña, almendras, y en boca es fresca, con notas a miel, cítricos y frutas tropicales como el mango.
Nos trajeron un “sope de tuétano” ($52 pieza) con salsa verde cruda y cebolla, que estaba exquisito, y con él un vino tinto Magoni Nebbiolo Reserva 2016 del Valle de Guadalupe, con las siguientes notas de cata: vista de color púrpura, en nariz destacan flores y frutos negros maduros, aunque también chocolate y tabaco, en boca es un vino sedoso, con una entrada suave, marcado sabor frutal con taninos equilibrados; un vino redondo que marida perfecto con dos sopas: una clásica de “fideo seco de la abuela” ($143) hecha al chipotle, vestida con aguacate y huevo duro. Pero también le viene muy bien a la “sopa seca de natas” ($158), con base en crepas, elaboradas de acuerdo a una receta del siglo XIX, creada por monjas capuchinas en el estado de Jalisco; una muestra de la mezcla de gastronomía francesa con ingredientes totalmente autóctonos como el xitomatl, la salsa hecha a base de jitomate, que da sazón a tan singular platillo.
Continuamos con unos “camarones zarandeados” ($323), acompañados de aguachile de chayote. El sabor a las brasas es excepcional. También nos sirvieron un espectacular “huarache de tasajo” ($357), la carne con una riqueza de sabor y suavidad, frijoles aromatizados con hoja de aguacate, queso en una salsa verde que nos remontó al bello estado de Oaxaca. Estos manjares fueron acompañamos con un vino tinto Paoloni Nerone 2017, 100 por ciento de uva Aglianico, también procedente del Valle de Guadalupe. A la vista un profundo color carmesí, muy brillante, en nariz también floral con notas de pimienta y vainilla, así como fruta madura como ciruela negra. En boca es un vino redondo, resaltando armónicamente la fruta madura junto a las especias; un vino de una suavidad impresionante, con largo regusto.
Y en la hora dulce, los postres, llegó a la mesa un “flan de requesón” ($147), un “arroz con leche” ($147) en dos texturas, acompañados respectivamente de café americano, capuchino y carajillos shakeados con licor del 43.
Varias cosas las que quiero resaltar: Como todo restaurante en post pandemia, checan la temperatura y brindan gel para las manos, antes de conducirte a tu mesa. El servicio por parte de los meseros es impecable; música suave de jazz invita a degustar todos y cada uno de los platillos; mesas con mantelería blanca y platos de barro de diversos colores concretan el festín visual. La primera impresión es de un lugar muy sobrio, pero podemos decir sin temor a equivocarnos, que es un templo de la gastronomía mexicana en toda la extensión de la palabra.
Los baños son sin género, o “unisex” como decimos los de la vieja escuela, una tendencia que se está imponiendo en muchos lugares. Las copas son Riedel y por supuesto, ese pequeño pero gran detalle nos permite apreciar cada uno de los caldos con los cuales acompañamos los diferentes platillos. Tanto el pan como las tortillas son elaboradas en el local, y el menú es de temporada aprovechando lo mejor de los productos de todo el país.
Es un lugar magnífico para degustar comida mexicana, hecha con cariño e ingredientes de primerísima calidad. Sin necesidad alguna de oropel, demuestra que la sencillez va por delante y no está reñida con la calidad. Si Paris bien vale una misa, el “Nicos” en Azcapotzalco bien vale una visita. Mi calificación un sólido 10, extraordinario, (también tienen servicio de desayuno y para llevar). Les aseguro que si lo conocen, regresarán.
¡Bon appétit!
Cat Soumeillera en Twitter: @CSoumeillera