Tuve el lujo de despedir, con mi esposa, Graciela, el amor de mi vida, a Joaquín Sabina. En vivo. Un referente en mi vida. Fue una noche inolvidable. Muy probablemente la última en que lo vea vivo. Se despidió de México, en el Auditorio Nacional. Es su última gira: Hola y Adiós. Y tocó en su cumpleaños. Setenta y seis vueltas al sol, cabrón. Y qué manera de vivir. Sin ganas de vivir cien años.
Así que miles le cantamos Las Mañanitas e Y nos dieron las diez. Esa canción que le honra que la canten los mariachis; la que presume haber escrito en el Tenampa y que ningún mariachi le cree. Imposible que haya sido un gachupín. Pero sí. La escribió Sabina. Porque éste tiene una canción para todo.
Desde la más hermosa del mundo hasta la que le canta al hijo de un dios enamorado de una puta. De colofón el himno a los buenos borrachos, donde se apela a las liturgias de las despedidas. Desde la que regala un jueves hasta la que nunca pide volver. Desde la que te mete en la boca de un lobo enamorado hasta la que te deja sin excusas y con los besos llenos de arena. Porque Sabina es un diccionario de amores rotos, de trenes que no se esperan, de noches que huelen a tequila y de madrugadas con cruda emocional.
Qué nostálgico haberlo escuchado decir hasta siempre de viva voz por última vez. Me regresó a la primera vez que mi tío Antonio Herrero me lo puso en casete, en una carretera de Madrid. Tenía menos de trece años. Nunca más me separé de su voz aguardentosa. Igual que la de mi tío, que además es amigo de Pancho Varona.
Como algunos encuentran respuestas a todo en las páginas de la Biblia, en mi adolescencia yo las encontraba en las canciones de Joaquín Sabina. Su lírica me enseñó el romanticismo detrás de la derrota y la belleza trágica de los nacidos para perder. Me enseñó futbol y política. Me llevó cantando a conocer a Torrente. Y, ¿por qué no? A cagarme en el conservadurismo, también.
Sabina es un poco de Dylan, de Silvio, de Lennon, de Gardel, de José Alfredo, de Serrat. Un poco de todos. Porque en él hay homenajes a la amistad y a las ciudades que siempre esperan: La Habana, Buenos Aires, Venecia, Ciudad de México. Y, por supuesto, Madrid. Porque él siempre se baja del tren en Atocha.
Por eso su despedida es un duelo. Sin lágrimas, pero con alcohol. Porque siempre habrá un vals para Joaquín Sabina. Nos podrán robar todos los abriles; pero jamás el recuerdo de esta noche.
Y en casa de los amantes del arte, la libertad, el amor y el placer, todos nos sabremos por lo menos una de Sabina. Siempre.
No te mueras nunca, maestro.