Hoy, como desde hace 32 años, acudí a votar. Con libertad, con convicción. Con el INE —antes IFE (1990)— presente.
Desde entonces, y hasta la fecha, no deja de sorprenderme la complejidad de los procesos comiciales en México. Las papeletas, foliadas y a prueba de alteraciones; las señalizaciones; los mensajes y las promociones al voto libre y secreto en cada rincón de la República; las mamparas; la logística en cada casilla; los funcionarios y voluntarios; la elaboración y producción de materiales; la ciudadanización; el padrón; la credencialización.
Y todo para que un mezquino presidente, aduciendo —sin nunca probarlo— corrupción, despilfarro y sesgo, escamotee el presupuesto de la máxima autoridad electoral y usurpe —lo haya intentado al menos— la función y responsabilidad del Instituto Nacional Electoral de velar por nuestra democracia.
Lo confieso, no pude dejar de pensar en ello cuando deposité mis tres boletas en las urnas. Y, entre AMLO y el INE, me decanto por el segundo.