Los regímenes democráticos nunca están exentos de vivir riesgos que los conduzcan a la fractura. Incluso una democracia tan consolidada como la norteamericana, estuvo en vilo en la ocasión del asalto que se escenificó en el Capitolio el 6 de enero de 2021, cuando tenía lugar la sesión conjunta del poder Legislativo para certificar la victoria de Joe Biden a la presidencia de la República, lo que dejó un saldo de 5 muertos y más de 60 heridos.
En otra latitud, apenas el domingo 8 de enero de 2023 un grupo de seguidores de Bolsonaro tomaron la sede del poder Ejecutivo, de la Suprema Corte y del Congreso Nacional en repudio al presidente en funciones de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, quien arribó al gobierno después de ganar las elecciones en la segunda vuelta el 30 de octubre pasado.
El rasgo en común de ambos países fue lo competido de sus respectivas elecciones; en el caso de los Estados Unidos los porcentajes entre los contendientes fueron de 51.38 % del Biden, contra 46.91% de Trump; en Brasil el presidente Lula ganó con el 50.9%, contra el 49.1 % de su adversario.
Un suceso que sí condujo a la deposición del gobierno ocurrió en Perú hace apenas unos días, cuando el presidente en funciones, Pedro Castillo, decidió disolver el Congreso (22 de diciembre de 2022), lo cual fue calificado como un golpe de Estado por el Tribunal Constitucional, que fue acompañado por la decisión del Parlamento de destituir a Pedro Castillo por “permanente incapacidad moral” y, en consecuencia, la asunción del gobierno por la entonces vicepresidenta, Dina Boluarte Zegarra. Cabe señalar que el efímero gobierno de Castillo fue producto de las elecciones del 6 de junio de 2021, en donde obtuvo el triunfo con el 50.7% de los votos, en contra de Keiko Fujimori, quien alcanzó el 49.87%, en segunda vuelta.
Otro proceso electoral emblemático en el continente es el colombiano, mismo que se realizó el 19 de junio de 2022 y que llevó a la presidencia a Gustavo Petro con el 50.44% de los votos, en contra de Rodolfo Hernández, quien alcanzó el 47.31%, en segunda vuelta.
El rasgo de la competitividad en las elecciones parece un tema que tiende a reiterarse en buena parte del continente. La forma como resuelven los sistemas políticos las disputas electorales, especialmente cuando se presentan condiciones casi de equivalentes entre los principales contendientes al gobierno, es distinta conforme a las normas y sistemas electorales de cada uno. El famoso balotaje o segunda vuelta que es común en varios países sudamericanos tiende a una repartición del voto por mitades, lo que es diferente al caso norteamericano que se realiza a una sola vuelta y con un sistema de conteo a partir de los famosos votos electorales.
Pero lo que puede destacarse es la tensión que ocurre cuando se imbrican elecciones competitivas, polarización política y cuestionamiento de las instituciones y prácticas democráticas, de modo de poner en entredicho la legitimidad de los procesos electivos; máxime si tal contextura tiene lugar en un ambiente en donde irrumpe una forma de liderazgo de corte populista o con tendencias al caudillismo, que coloca a quien lo ejerce por encima de las instituciones y de las leyes.
Tales ingredientes estuvieron presentes en la crisis política norteamericana de 2021 y, con distintos matices, en los sucesos recientes de Brasil y otro poco en Perú. El hecho es que la polarización es un ingrediente en extremo peligroso, especialmente en elecciones que son competitivas; los indicios muestran que la concurrencia de ello con la presencia de liderazgos que promueven una eticidad o argumentación por encima de la razón pública que es enarbolada por el entramado de instituciones, acaba siendo corrosivo para la estabilidad democrática.
México aparece en ese panorama con rasgos que deben ser advertidos; de entrada una sociedad con profundas desigualdades y cuyas diferencias y conflictos se procesan mediante un Estado de derecho débil, a lo que se suma una polarización auspiciada desde el discurso del gobierno, también el hecho de una insistente pugna en contra de las instituciones electorales, como lo corroboran las múltiples referencias que se han hecho para denostar al órgano encargado de organizar los comicios, así como el hecho inédito de una reforma electoral impulsada a contracorriente, y la primera en las últimas décadas que responde sólo a los intereses e imperativos del gobierno, su partido y aliados, a desdén de la opinión de las fuerzas opositoras.
Se tienen ingredientes que amenazan con desplazar el proceso electoral de 2024, de manera que pueda trasladarse de las instancias institucionales, a la pugna y alegato político. Así lo dibuja un liderazgo presidencial que se erige con una razón por encima de la argumentación jurídica procesal que regula la competencia política como ha quedado evidenciado de forma reiterada; se perfila un dilema en donde o bien gana el candidato del partido en el gobierno, o las elecciones se verán envueltas en una pugna cruenta.
Gravita aquella expresión, previa a las elecciones de 2018, cuando el entonces candidato presidencial que a la postre obtuvo el triunfo comentaba que “soltaría al tigre” en caso de obtener resultados que no lo favorecieran y de advertir la comisión de un fraude. ¿En la nueva ecuación de 2024 y conforme a las circunstancias que ocurran, persiste la amenaza de soltar al felino?
Cierto, los comicios de 2018 no fueron cuestionados, en mucho gracias a resultados que marcaron una gran diferencia entre el ganador y los otros contendientes, lo que acreditó contundencia y una legitimación incuestionada; pero en un escenario de elecciones competitivas y con una definición contrastante en el sentido de plantear una nueva alternancia en el 2024, se ciernen nubarrones sobre el horizonte.
Hay focos de alerta sobre las elecciones que tendrán lugar en los próximos meses y, especialmente, en las presidenciales del año 2024; sobre todo en un contexto de cuestionamiento a las autoridades electorales en una ruta que las debilita y en donde se erige desde el caudillaje presidencial una tribuna que busca ser preeminente.