Todo comenzó con una mentira. Como todo en este sexenio, que se irguió sobre un mito. El embustero, para variar, volvió a ser el presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador. Eternamente proclive a embaucar a obtusos y a encantar mentecatos, el tabasqueño fustigó con la calumnia a una opositora: Bertha Xóchitl Gálvez Ruiz. Algunos dicen que el engaño orquestado en Palacio Nacional fue, como todos, intencional; pero con un propósito específico: frenar las aspiraciones presidenciales del correligionario dentro del oficialismo, Marcelo Ebrard Casaubón.
Luego vino la puerta de un palacio cerrada. Nadie pudo abrir esa puerta, que acabó por devenir en metáfora. El titular del ejecutivo federal no respeta ni derechos ni libertades de opositores. No le importó que la orden viniera de un juez que le obligaba a permitirle a una ciudadana ejercer su derecho de réplica. AMLO es adepto a los panegíricos y es alérgico a la crítica. Las puertas de su presidencia se abren a discreción. No todo México tiene acceso a Palacio Nacional. Porque López Obrador nada más es presidente de su feligresía. Andrés Manuel se ostenta como enemigo de sus detractores.
Afuera de Palacio Nacional, mientras que el obradorato, a fuerza de saliva y ruido continuaba con la construcción de su nueva forma de hacer gobierno, la mitocracia, Xóchitl Gálvez blandía su orden judicial y exigía que se le permitiera el acceso. Alrededor de la opositora, el lopezobradorismo escupía, insultaba y reía. Porque para el lopezobradorista las leyes son tinta en papel. Y nada más.
Pero algo se estaba gestando en ese espectáculo patético. Las oposiciones se vieron encarnadas en esa mujer de huipil, ignorada por el poder, a pesar de contar con la razón plasmada en un documento oficial. Así que la detracción al régimen empezó a generar empatía por la senadora que día a día se topaba con la indiferencia oficial. Como millones de mexicanos, Gálvez Ruiz encontró, donde debía haber encontrado un gobierno, a un remedo de tirano en senectud, sumido en sus propias depravaciones y necedades demenciales.
La cerrazón que no pudo derribar Xóchitl fue la misma que no pudieron doblegar los padres de los niños con cáncer, los enfermos privados de atención médica, las madres que buscan desaparecidos, los políticos que intentan construir puentes comunicativos, la prensa que pretende informar objetivamente, nuestro medio ambiente que lucha por prevalecer, los ciudadanos que exigen resultados, los científicos y artistas que se quedaron desamparados, los millones en pobreza extrema que se multiplicaron, los mexicanos que luchamos por nuestras libertades y por nuestra democracia.
Así que en el huipil y en la sonrisa de Xóchitl comenzó a desarrollarse un espiral de popularidad y esperanza. La puerta que no se le abrió en Palacio Nacional se le abrió en múltiples medios de comunicación, en las aulas, en las calles, en la tribuna, en las conciencias, en las oposiciones, en los partidos políticos, en los movimientos sociales.
Ella lo único que exigía era replicarle al presidente con la verdad. Pues AMLO había mentido al asegurar que Gálvez Ruiz había votado contra la constitucionalización de los programas sociales. Era una mentira. La mentira que dio comienzo a la vorágine que hoy le disputa la presidencia al oficialismo. Una mentira que acabó por atizar un movimiento opositor policromático, amarillo, rojo, azul, negro, blanco, verde, rosa, que se percibe como marea y que simboliza la indignación.
El ascenso no fue paulatino. Incluso el torbellino trajo consigo caos. Pero la imagen y la voz de Xóchitl acaparaba la atención pública. Por primera vez alguien le arrebataba a la voz presidencial el monopolio de la narrativa nacional que había sido usurpada. La senadora, a su modo, imponía su propia agenda. Tenía que recuperar las miradas y los oídos de los mexicanos.
Por su parte, Andrés Manuel, también insistía en Xóchitl Gálvez. Vulneró su privacidad y quebrantó leyes. Todo para atacarla, para vilipendiarla desde el púlpito matutino de poder y escándalo. Sin embargo, los embates del presidente contra la hidalguense intensificaban la polarización. Y mientras el lopezobradorismo repudiaba a la senadora por el PAN, los opositores al oficialismo se aglutinaban bajo el manto de su fama en auge y su manera característica de hablar.
Al principio, el lenguaje soez alertó a las damas de sociedad y a la vela perpetua. Empero poco a poco la gente más conservadora se fue cautivando con la historia de esa mujer que se plantaba frente al aprendiz de autócrata sin miedo y sin titubeo. El carisma y el encanto de Xóchitl se fue ganando corazones, pero también estómagos.
El sueño de la jefatura de gobierno capitalino se diluía. De las cenizas de esa aspiración primaria comenzaba a erguirse un fénix, que se antojaba congruente por lo mítico y por lo quimérico: la presidencia de la república. Para muchos era un disparate. Para otros tantos una locura. Para Gálvez Ruiz cada día le parecía más como un nuevo proyecto, una nueva empresa. Tendría que arrebatar la esperanza, hacer alquimia de las emociones, transformar el revanchismo en reconciliación y la apatía en ilusión. Si iba a ser candidata presidencial de las oposiciones, habría de representar a la izquierda revolucionaria, a la izquierda democrática, a la derecha moderna, a la iniciativa privada, a los apolíticos, a los ambientalistas, a los artistas, a los esnob, a los conservadores, a los liberales, a los progresistas, a los libertarios. Porque se propondría como la candidata de las siglas de los partidos que representan la totalidad ideológica de los mexicanos.
Y echando mano de una máxima del 68, Xóchitl Gálvez un día decidió lanzarse como candidata presidencial y animó a sus simpatizantes: “Seamos realistas. Pidamos lo imposible”.
X: @HECavazosA