Es sencillo entender la impaciencia de no pocos observadores y políticos que esperan que la presidenta Sheinbaum señale distancia, se deslinde o rompa, como quiera decirse o calificarse, respecto a su antecesor. En parte es herencia cultural del priísmo y del panismo en el poder. Los presidentes hacían sentir desde el inicio su autoridad. Era una forma de ganar legitimidad frente a lo que no aportaba el voto. Legitimidad del desempeño reemplaza a la del origen.

Ahora sucede al contrario en el sentido de que la legitimidad deriva de la continuidad; la lectura de la presidenta Sheinbaum no es errónea; la fortaleza no deviene del voto ni del quehacer, sino del proyecto que suscribe y como tal ese sí tiene una referencia personal. El régimen se enmarca en el obradorismo, que alude a una persona y también a un proyecto político con referentes que van más allá de la retórica como muestran las reformas constitucionales aprobadas en los primeros meses de esta legislatura.

Quienes esperan distancia seguirán esperando. No la habrá porque la fortaleza del actual gobierno está en el proyecto, no en la persona que ejerce la presidencia, a pesar de su singularizada identidad como ser la primer mujer presidenta con sólidas credenciales académicas, de formación política en la ortodoxia de la izquierda y no en el pragmatismo del nacionalismo revolucionario. El régimen político tiene sus reglas y principios, los que se reafirman con lo acontecido en este primer tramo del ejercicio presidencial.

Hay y habrá cambios. Serán los que dicte la necesidad. Así ha sido, por ejemplo, la corrección en la mayor debilidad heredada, la estrategia de seguridad. Era un cambio obligado por muchas consideraciones, la principal, por los malos resultados y su impacto en la gobernabilidad, la segunda, por la mala imagen que llevó a hablar de connivencia, colusión o sometimiento de las autoridades a los criminales, narcoestado para algunos. La mala reputación o prensa ha provocado que en el país vecino al norte se socialice la convicción de que en México mandan los criminales, como dijera recientemente y sin reserva alguna Donald Trump y antes quien será secretario de Estado, Marco Rubio.

Los cambios complican al actual gobierno porque quien los interpreta interesada e indebidamente como una forma de distanciarse de AMLO. No hay tal y por eso la presidenta Sheinbaum fue cuidadosa en el mensaje de los 100 días y en la reunión pasada con los empresarios. En todo caso la duda no está en el gobierno, sino en el expresidente, si tendrá el temple para entender que la continuidad del propio proyecto requiere de un inevitable, necesario e impostergable ejercicio de adaptación.

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Los cambios obligados pueden ser muchos. Además, de los que se han hecho para enfrentar la violencia y la inseguridad, hay tres grandes planos que obligan a la presidenta a un esfuerzo pragmático y correctivo: la precaria situación financiera del país asociada al bajo crecimiento, la relación futura con el nuevo gobierno de EU y la secuela a los cambios institucionales promovidos por el régimen. Los dineros no alcanzan y menos si el país no crece. El presupuesto en su mayoría está comprometido por las pensiones, programas sociales y servicio de deuda y su tendencia es que aumenten, por lo que cada vez habrá menos para fondear al gobierno, la inversión, el mantenimiento de infraestructura y los nuevos proyectos. Se perfila un gobierno en el apremio financiero extremo.

De Trump debe esperarse mucho; casi nada positivo. Hay que estar preparados lo que no significa que se tenga la capacidad para aguantar la embestida en seguridad, migración o comercial. El gobierno ha optado por el optimismo; como se ha dicho, si pudo AMLO con Trump podrá Sheinbaum. Deseable así sea, pero hay consenso de que el Trump de regreso no será igual al del primer gobierno como anticipan los nombramientos que ha anunciado.

El país desde ahora ya enfrenta la secuela de las decisiones del gobierno de López Obrador y las de estos meses. El Poder Judicial federal está en crisis y estará peor conforme pase el tiempo, las obras emblemáticas requieren grandes cantidades para concluirse y generan un déficit significativo, con algunas excepciones como el aeropuerto de Tulum y el AIFA. Hay consecuencias que no se ven y que son difíciles de medirse; ejemplo la pérdida de transparencia, la rendición de cuentas y la merma de las libertades, al igual que la persistencia de la corrupción.