Hace 15 años, aquel 23 de marzo, amanecimos en una ciudad de Sinaloa. Luis Donaldo decidió hacer un poco ejercicio. Me sumé al grupo de quienes iban a correr acompañándolo. Al regresar al hotel, Donaldo me invitó a desayunar. Lo hicimos, a solas, muy rápidamente. Más tarde volamos a La Paz, Baja California Sur, donde el candidato presidencial del PRI pronunció un breve discurso. No lo escuché: convencido por un reportero de la revista Proceso, en vez de permanecer en el acto nos fuimos a conocer una taquería en la que, según ese periodista, se procesaban los mejores tacos de mariscos del país. No falté con eso a ninguna obligación. Meses atrás me había sumado a la campaña de Luis Donaldo no como periodista ni como político, sino simplemente atendiendo a una invitación, "a platicar y a que veas todo lo que pase", del sonorense que era mi amigo.

Fui un testigo privilegiado de la gira de Colosio a lo largo del país, no sólo porque éste me permitió estar presente en todas las actividades, públicas o privadas, en las que yo quería estar, sino particularmente por la oportunidad que Luis Donaldo me dio de charlar con él durante muchas horas, prácticamente a diario, acerca de los más diversos temas.

De la capital de Baja California Sur volamos a Tijuana. Al aterrizar alguien nos convocó, a mí y al médico de la campaña, Guillermo Castorena, a ir a pasear a San Diego, allá en el otro lado, en Estados Unidos. Aunque no traíamos pasaportes, el que nos había hecho la propuesta nos dijo que no importaba, que todo lo tenía arreglado. Se lo comenté a Donaldo, quien era el único que podía darle autorización a Castorena para dejar al grupo durante un buen rato. Me dijo que estaba de acuerdo, pero que esperara a que terminara el mitin de Lomas Taurinas, ya que al final del mismo me iba a comentar algo. Supuse que, como siempre, lo que me iba a decir era algo intrascendente, divertido, relajante: simplemente para alejar un poco el estrés de la complicada campaña.

Ya no me dijo nada. Cuando el acto de Lomas Taurinas terminó, alguien le dio dos balazos.

Yo estaba con el doctor Castorena y con la secretaria de Colosio, Tere Ríos, al momento del atentado. De inmediato, corrimos hacia donde Donaldo yacía prácticamente sin vida. Después, a toda prisa, salimos en las camionetas rumbo a un hospital. El herido en una ambulancia, yo en el vehículo que la seguía. Llegamos al hospital de Tijuana. Fue inútil, desde luego. Me lo dijo varias veces el médico: no había nada que hacer, Donaldo no tenía remedio, se iba a morir inevitablemente.

Cuando llegó al hospital Diana Laura, la esposa del candidato, alguien comentó que ella no sabía a ciencia cierta lo que había pasado. Era obvio que nadie quería informárselo. El general Domiro García Reyes, entonces, me exigió que yo le contara a la señora Colosio lo ocurrido. Lo hice y Diana desfalleció. Fue el peor momento de mi vida.