La segunda etapa del proyecto obradorista cambia de coordenadas; evidente en el relevo de la conducción o dirección del gobierno con el arribo a la presidencia de Claudia Sheinbaum. No es asunto menor; López Obrador y Sheinbaum son muy diferentes, aunque media una convencida y decidida determinación de continuidad. Sin embargo, la importancia no radica en el relevo de quien está en la presidencia, sino en el entorno, en la muy diferente circunstancia y en el momento del proyecto.

La pregunta fundamental tiene que ver con el consenso, ¿continuará la adhesión popular al régimen? La transformación o, más bien, la destrucción del régimen democrático se ha dado en el marco de un amplio apoyo popular, que remite a dos razones: primera, el descontento transformado en encono al pasado, que a su vez ha sido utilizado para explicar las dificultades de inicio y justificar el fracaso subsecuente en muchos rubros. Seis años después y todavía se invoca al pasado como causa y razón de las malas cuentas en seguridad, economía y política social. Segunda, la redistribución del gasto público a través de transferencias monetarias directas a amplios sectores de la población y la recuperación sustantiva del poder adquisitivo del salario mínimo.

Lo realizado ha dejado un saldo negativo por la destrucción institucional y una herencia que remite a la incertidumbre, en el mejor de los casos. Por otra parte, hay cambios en el entorno, especialmente la relación con Estados Unidos y el arribo al poder del populismo nativista con Donald Trump a la cabeza. Las cosas no serán igual y se equivocan quienes piensen que si López Obrador pudo acomodarse sin dificultad mayor con Trump 01, lo mismo podrá hacer Claudia Sheinbaum con Trump 02. Además, buena parte de la presidencia de López Obrador se dio con Joe Biden, político pragmático dispuesto a conceder mucho a cambio de que México se sometiera a los dictados de Washington en materia migratoria a manera de no complicar la reelección de Biden, intento frustrado por razones de edad.

Las diferencias entre los embajadores Ken Salazar y el futuro representante, Ronald Johnson revelan la magnitud del cambio en el entorno. Esto es, entre un político amigable, improvisado y pragmático a un militar formado en la institución más relevante de inteligencia del Estado norteamericano y a quien Trump presenta en sus credenciales diplomáticas la experiencia en el Salvador con Bukele en materia de seguridad, un mensaje subyacente tan poderoso como preocupante. Hay que remitirse también a quien será secretario de Estado. El arribo de Marco Rubio no es una buena noticia para quienes esperan la misma complacencia del pasado; sus expresiones y trayectoria anticipan pesadilla. La relación será difícil, complicada y sin margen de maniobra para la improvisación o el error por parte del gobierno mexicano.

La mayor debilidad de México está en la inseguridad, la mayor fortaleza en la seguridad regional. Son dos conceptos distintos, el primero refiere a lo convencional, que está a la vista de todos, la persistente impunidad e incapacidad del Estado mexicano para hacer valer la ley, que igual vale para la corrupción, que para el combate al crimen organizado. Lo segundo remite al acuerdo que ha existido desde la segunda guerra mundial en la que México participa de los objetivos de seguridad hemisférica, volviéndolo un vecino confiable desde una perspectiva estrictamente militar. La potencia bélica más poderosa del mundo tiene al norte y sur no sólo socios comerciales, sino vecinos confiables y decididos a cumplir su parte en una visión de seguridad regional. Esta segunda carta siempre ha estado presente en la relación y en su momento las autoridades mexicanas deberán usarla por el valor que representa.

La seguridad regional es la consideración subyacente más poderosa para una relación constructiva entre México y EU. La guerra fría ha quedado atrás y buena parte las democracias gozan de un indisputado liderazgo militar, pero no es total. El espectro del terrorismo de origen islámico recorre al mundo occidental, también la amenaza que plantea el bloque de Rusia, China y Corea del Norte.

Como quiera que sea, la nueva etapa del obradorismo transita en una realidad complicada en extremo no sólo por la relación con EU. La destrucción institucional deja un saldo ominoso, al igual que el manejo irresponsable del gasto y del ejercicio del gobierno para asegurar objetivos electorales. Hay un gobierno fuerte, sin duda, con un Estado débil y un régimen político que requiere del deterioro de la calidad de la vida pública, de la democracia y de las libertades como condición de sobrevivencia.