Uno de los temas con mayor sonoridad en nuestra larga transición democrática electoral, ha sido el de poner coto a la intervención y dominio del gobierno en los comicios.

Se trató de una premisa fundamental en torno al propósito de generar condiciones de competencia política entre los partidos y, a la par de ello, detonar la alternancia en la presidencia de la república.

La ruta para lograrlo implicó pasar por varias estaciones; la primera fue destinada a mejorar la organización de las elecciones; otra más abocada a propiciar la edificación de un sistema plural de partidos; en consonancia con ello, la última de dichas estaciones se encaminó a detonar condiciones de lucha política que resultaran equitativas, competitivas y con posibilidades ciertas hacia el relevo de las fuerzas políticas en el ejercicio del poder.

El recorrido que vincula a esas tres estaciones comprende un largo ciclo que inicia en 1946 cuando se creó la Comisión Federal de Vigilancia Electoral (primer antecedente de nuestro actual INE), y cubre un recorrido que llega hasta la última reforma electoral de 2019, misma que estableció el principio de paridad, sin excepción, en todos los cargos de elección popular.

Un tema de larga controversia y de reiterada convocatoria en nuestras discusiones, fue el relativo al involucramiento del gobierno en la organización de los comicios, como sucedía en la participación vertebral que éste tuvo en la Comisión Federal de Vigilancia Electoral y en su posterior evolución como Comisión Federal Electoral, hasta que, en 1988, se llegó a una situación límite con la famosa caída del sistema de conteo de votos.

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Se habría una nueva etapa en la que dejó de existir un margen de distancia suficiente entre el partido triunfante, respecto del que le sucedía en votos -como antaño ocurría-, que, en los hechos, tornaba inocua una eventual discusión sobre quien había resultado ganador. En la nueva dinámica se planteaba la posibilidad cierta de que el partido en el gobierno pudiera ser derrotado por la vía electoral, lo que apremió la necesidad de contar con reglas que resolvieran la lucha política en el marco de disposiciones legales idóneas.

En tal contexto, resulta lógico que se haya transformado el órgano electoral en el Instituto Federal Electoral, conforme a la reforma de 1989, y que más adelante se apuntara, a través de la reforma de 1996, la consolidación del sistema jurisdiccional para la calificación de las elecciones, por medio de un tribunal electoral de pleno derecho, al tiempo que el propio IFE alcanzara su plena autonomía como órgano constitucional.

Lo cierto es que un punto nodal en todo ese largo trayecto de reformas fue el de construir un régimen de independencia para la operación y desempaño del órgano electoral, así como de normas que evitaran y sancionaran la intervención del gobierno en los procesos electorales por la vía de condicionar la prestación de servicios o de operación de los programas gubernamentales, así como por actos de publicidad o propaganda oficial para inducir el voto.

Sin embargo, y en dirección claramente contraria a esa tendencia marcada por nuestra transición democrática, el gobierno muestra claras pulsiones para intervenir en el proceso electoral por la vía de declaraciones que han sido reiteradamente reconvenidas por el INE, lo que deja al descubierto su desenfado para inhibirse de participar e influir en las elecciones, al tiempo de que, implícitamente, alienta a las estructuras gubernamentales a que hagan lo propio.

La intención electoral del gobierno también se evidencia a través del frenesí de gasto público que despliega en su etapa final, al grado de distorsionar la disciplina fiscal que se había mostrado en los años precedentes, y que ahora se ve controvertida por la irrupción de un déficit sin precedentes. Irremediablemente recuerda los años de franca irresponsabilidad en los cierres de otros sexenios con sus dolorosas lecciones en cuanto a un legado que obligó a difíciles programas de ajuste económico al principio de cada administración durante el lapso comprendido entre 1976 y 1994.

El gobierno deviene en agencia de su partido, complica así y polariza las elecciones, conflictúa la calificación de los comicios y torna la mirada hacia la etapa del sistema hegemónico que se sustentaba en una condición no competitiva que, en mucho, se derivaba de su intervención en las elecciones.

Si un paralelismo es posible encontrar con la situación que se presenta en la actualidad es con la que se vivió en 1988, cuando las prácticas del gobierno, sus intereses y presión política se encaminaron a construir el andamiaje de un triunfo que estuvo más que controvertido. La posibilidad de retornar a una situación de ese tipo habla del acecho de los viejos fantasmas y de la falta de entendimiento que tiene la administración actual sobre lo que son las exigencias que derivan de nuestra transición democrática y de la ruta que plantea para el desarrollo del país.

En ese contexto es urgida la edificación de una amplia alianza opositora, pues la polarización que emana del gobierno tiene correspondencia con una perspectiva dicotómica entre autoritarismo y democracia; entre retorno a un sistema hegemónico de partido o de una pluralidad abierta, competitiva y con alternancia en el poder. De un lado está el gobierno y su partido; del otro una oposición que está llamada a consolidarse como alianza cohesionada en torno a la defensa y proyección del régimen democrático.

La candidatura de Xóchitl, las voces del PRI, el PAN y del PRD caminan por esa vía; la convocatoria de Alejandro Moreno para llamar a fortalecer la opción opositora tiene ahí su clara motivación; el dilema entre autoritarismo y democracia marca el rostro de la pugna electoral.