En pleno drama de la pandemia, atendí la convocatoria del Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM) “Carlos de Sigüenza y Góngora”, al Concurso de Crónica 2020, “Las Mujeres de la Ciudad”. Convocatoria avalada por el propio Archivo, el Gobierno de la Ciudad de México, la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México a través de la Dirección General de Patrimonio Histórico, Artístico y Cultural, y la Secretaría de Cultura del gobierno federal.

En diciembre de 2020, una llamada telefónica proveniente del AHCM me anunciaba que mi crónica concursante había obtenido Mención Honorífica (incluso había sido considerada por el jurado como posible ganadora de alguno de los tres primeros premios). Pronto se anunciaría el resultado de manera oficial: tres primeros lugares y tres menciones honoríficas.

La premiación se llevó a cabo en las instalaciones del AHCM el 17 de diciembre. Los responsables fueron Guadalupe Lozada León, Encargada del Despacho de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Juan Gerardo López Hernández, Encargado del Despacho de la Coordinación de Asuntos Especiales y Asesoría Cultural de la misma, y Samuel Rico Medina, Encargado del Despacho del AHCM.

El jurado estuvo conformado por cinco reconocidas escritoras, académicas e investigadoras, Celia del Palacio, Yelitza Ruiz, Clara Inés Ramírez, Lucrecia Infante y Laura Esquivel.

Durante la ceremonia de premiación, Lozada León prometió que las crónicas serían subidas a las redes de la Secretaría “para que la gente las pueda leer”, y agregó, “ya después, cuando las cosas se normalicen, haremos una publicación sencilla para que se conozcan como parte de una publicación de la Secretaría”. Pues hasta el día de hoy ni una ni otra, ni virtual ni impresa.

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Bromeó ese día Lozada León sobre el hecho de que los responsables de la premiación fueran tres encargados de despacho, “que caso tan chistoso, creo que nunca se había dado en la historia del país; es inédito”, y esperaba que para el año siguiente, 2021, esa peculiaridad desapareciera.

Y sí desapareció, pero no el caos y el desorden que al parecer han privado en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México. Lozada León no fue ratificada como secretaria. Su lugar, como titular, fue ocupado por Vanessa Bohórquez López, recomendada por el exsecretario de Cultura, Alfonso Suárez del Real. Suárez, un ausente de las actividades artísticas y culturales de la ciudad, un auténtico “ajonjolí de todos los moles”: exdiputado, ex asambleísta, exdelegado interino en Cuauhtémoc, exsecretario de Gobierno en CdMx, ex Jefe de la Oficina de Claudia Sheinbaum, patrocinador del plagio a Antonio Vivaldi en el Zócalo, y ahora condenado a sacrificarse como titular en la Oficina de México en Estrasburgo.

A Vanessa Bohórquez López le ha seguido Claudia Curiel de Icaza; de quien he escuchado buenas referencias. Hay que ser optimistas dentro del escepticismo y esperemos que, ya prácticamente en la normalidad, la nueva secretaria, Curiel, pueda materializar la promesa incumplida hecha el 17 de diciembre de 2020. Publicar la crónicas ganadoras del concurso. Premio, por cierto, que ya no fue convocado en 2021.

Y como ha transcurrido ya año y medio tras la premiación y muchas personas me han pedido leer mi crónica, aquí está.

Convocatoria al Concurso de Crónica CdMx, 2020

Francis y el tren de Pancho Villa

Por Héctor Palacio

El origen de las cosas y el tren

Nosotras hacemos a los hombres. Salen de nosotras, son de nosotras. Y los hacemos machos, muy machitos. ¿A poco no? Desde niñitos. A las mujercitas les pedimos que ayuden, que aprendan a barrer, cocinar, lavar, planchar, trapear; a ellos, les enseñamos a ser servidos. A mis hijas, mi marido les exigía el quehacer, y al niño le decía que no hiciera ningún “trabajo de mujer”. ¡Sácate, qué! Quería que mis hijas fueran criadas del niño como yo lo había sido de él. Yo no iba a permitir eso nunca. Así que a sus espaldas enseñé a m’hijo a lavar los calzones y calcetines y a respetar a sus hermanas como iguales; aunque corriera yo el riesgo de algún trompazo si me descubría ése. A mí me pegaba su padre todo el tiempo y no quería lo mismo para ellas; en su vida. Más me regañaban, pellizcaban, jalaban de los pelos o cacheteaban, más rebelde en la educación de mis hijas, aunque fuera a escondidas o tuviera que aguantar mis buenos trancazos. Me dejaba de llamar Francisca si no estudiaban los cuatro una profesión. Pero como ellas eran medio mañosas, las canijas, iban y le decían al papá que ya no querían hacer la tarea; que querían jugar con él. Yo les ponía una friega después, “¿qué quieren, hacer la tarea o ser sirvientas?”, les decía viéndolas directo a los ojos, pa’ que les entrara en la cabeza e hicieran caso.

Mi marido me maltrataba también porque, según, forzaba yo al niño a ir a la escuela. “Si no quiere estudiar, no lo obligues”, me regañaba. Yo llegué del cerro sin conocer ni coches ni televisión ni radio ni nada, pero mis criaturas no iban a ser como yo, tenían que ir a la escuela; si para eso estábamos en la ciudad, ¿no? Le di una cueriza al niño, que ya contento quería hacerle caso al papá. Pero, ¿cómo no iba a estudiar?

A los niños hay que educarlos desde el vientre. Y ya que nacen, no hay que ponerles mucha atención cuando lloran, porque se mal acostumbran. Otra cosa es que lloren cuando son ya hombres, de grandes. ¿Por qué no van a llorar? Lo malo es que así los crían, reprimidos. Si lloran, se desahogan y nada de que pierden lo hombre. Qué idea tan mala, la verdad. ¡Si son humanos!

Mire, otra cosa digo, ¿pa’ qué se viste uno? Debiéramos andar en cueros. Así nada de morbo, y habría menos gastos, menos trabajo. Yo me bañaba desnuda con mis pequeñitos, para que no anduvieran de morbosos y así aprendieran a respetarse y a respetar. No que luego los papás llevan a los adolescentes con las prostitutas quesque pa’ hacerlos machitos. No les permiten vivir su inocencia. Ya luego no aman a las mujeres, sólo las usan. Ahí andan de conchudos, nada más de pisa y corre, chupando de una flor y otra. Y las niñas, con eso de que se han relajado, ya se portan como hombres. Andan diciendo güey, verga, mamada y otras peladeces. Ni quien las aguante, pero bien que andan de loquitas. Ellos se las echan y por machismo no usan condón. Y ellas que son bien pendejas lo aceptan, porque si se embarazan, piensan que los van a amarrar. Nada, qué. Al principio ellos pagan, pa’ cogérselas na’más. Luego, ellas disparan todo, el cine, el restaurante, el hotel. Y si tienen carro, los andan paseando por todas partes. De plano, son muy cínicos, todo les sale gratis. Esos ya no son hombres, son padrotes. Y lo peor es que ellas ganan menos que ellos en los trabajos.

Pero hay también esas otras que de veras se pasan y andan en las calles casi de maleantes, encapuchadas y hasta armadas, dizque defendiendo los derechos de las mujeres pa’ abortar o hacer lo que ellas quieran (por eso digo, por qué no usaron condón o tomaron pastillas cuando podían, cuando andaban de calientes). Y nomás están de violentas, destruyendo todo; no respetan nada. Carajo, ya quisiera ver lo que no les hubieran hecho en mi época si rompían vidrios, pintaban paredes, martillaban estatuas, quemaban o tomaban un edificio o golpeaban a la policía, ¡ja, se les hubiera puesto canijo el asunto!; por no decir bien cabrón. Y luego, gritan que tienen derecho de hacer lo que hacen, y pos’ yo no digo que no, pero de que se pasan, se pasan. Yo puedo entender y hasta comprender por el coraje, porque violan y matan a muchas, pero si entro en razón, pos’ no. No puedo estar de acuerdo siempre con ellas porque tienen que buscar la solución, no empeorar el problema; o a lo mejor es que necesito estar más joven como ellas para entender lo que está pasando. Nooo, si cómo han cambiado los tiempos, la mera verdad. Pero yo ni loca iba a permitir que mis hijas se descarriaran, no señor; bien estricta que era. Y de ser necesario, las jalaba de los pelos pa’ que entendieran.

Y así le hice hasta el día en que me fui. Eduqué a mis tres hijas y mi hijo, y ya pasados los cincuenta me largué. Pero cómo le aguanté a ese hombre. Me junté con él porque me buscaba harto cuando yo trabajaba ya en un hospital. Pero no había sido fácil. Antes me escapé de casa de la abuela, allá en el campo, que me crio porque me quedé huérfana de padre y madre. Trabajaba en todo. Ayudaba a la cosecha y ni crean que me pagaban. Pero me di cuenta de la movida y me puse lista e iba juntando de a poquitos los granos de frijol y maíz tirados y desperdiciados, hasta que podía ir a vender un montoncito. Ahorré, y cuando tuve como quince años, me escapé una madrugada. Corrí, caminé los cerros con el frío hasta los huesos para alcanzar los rieles. Cuando en eso vi venir el tren que en una curva se ponía lento. Y que corro más duro y me trepo con todo y mi hermanita y un bultito de ropa. Así llegamos al DF. Había frío pero qué bonito ver la estación de trenes de Buenavista, la vieja todavía, antes de que la tiraran y cambiaran por la que está ahora aunque ya no es de trenes. Desgraciadamente todo eso se acabó con el tiempo, o mejor dicho, se lo acabaron; qué poca madre la verdad. Salimos de la estación, toda llena de gente por todos lados, las calles grandes, muchos carros. La ciudad olía diferente al campo. Sí, me dio algo de miedo, pero abracé a mi hermanita y me aguanté, me dio fuerza. Todo era nuevo y extraño. Pero me las fui arreglando y a buscar trabajo y dónde vivir luego, luego; que llevaba un puñito de dinero para empezar.

El hombre me pegaba. Se emborrachaba y todo el día andaba en la calle con los amigotes o con alguna vieja. Llegaba nada más a tener sexo como animal. Antes no salieron mal los chamacos, medios chuecos o turulatos. El alcohol los vuelve locos. Y era requeteceloso. Veía demonios con tranchetes por todas partes. Por nada me la armaba. Una vez le dije que un taxista se paraba enfrente de la casa y me veía salir y luego me seguía. Y en vez de ir a enfrentarlo, ¡me empezaba a insinuar y a reclamar de mi amante el taxista!; el muy sacatón. Una vez que llegué más tarde a la casa me dio de trompadas. “¡Seguro te andas acostando con el puto ese!”, me gritó, y que me pone unos buenos madrazos. En una fiesta de su familia todos se dieron cuenta de cómo me maltrataba. En esas pachangas ni siquiera me sacaba a bailar, me dejaba en un rincón y se iba a chupar con los amigotes o a ver a las chamaconas. Pero esa vez ya borracho me dijo, “¿qué le ves a ese?”, a un primo de él. Me agarró, me enterró las uñas en el brazo y me jaló hacia fuera de la casa; y que me empieza a dar de moquetes. Escucharon los gritos y me fueron a rescatar del salvaje que ahí mero se le cayó el teatrito, porque su familia creía que era un angelito el muy cabrón.

Una prima de Los Ángeles me escribió varias veces e insistió para que la alcanzara. La menor de mis hijas que veía las humillaciones diarias me dijo, “qué esperas mamá, saca las alas y vete, no seas cobarde”. Y me fui. Lloré, pero iba tranquila de que todos mis hijos iban a ser pronto profesionistas. Me salí una madrugada y me fui a Mazatlán; de ahí a La Paz, Tijuana y Los Ángeles. Y pa’ qué cuento lo difícil de la pasada y los polleros. Puro sufrimiento. Peor para una como mujer, que todos quieren abusar. Se quería una arrepentir pero ya pa’ qué, si estaba una bien metida en eso.

Del otro lado

Yo llegué hasta Hollywood. Ahí vi las huellas de pies y manos de artistas mexicanos. El Indio Fernández, Katy Jurado, Lupe Vélez, Pedro Armendáriz, Dolores del Río, el otro Pedro, Pedrito, y otros. Me acordaba de todas las películas que había visto en México en la televisión, cuando me quedaba sola en casa, de esas que pasaban casi a diario y que repiten y repiten y una ni recuerda cuántas ha visto. Cuando una de mis hijas las veía conmigo decía, “mamá, ¿cómo te pueden gustar esas películas viejas, qué no ves que ahí sale puro macho y mujeres dejadas y maltratadas así como tú?”. Y tenía razón, pero a mí me gustaban. Esa donde la Doña se le enfrenta a Pedro Armendáriz me emocionaba. Cuando él llega a la casa y ella está echada en la hamaca viendo una revista y fumando. Pedro se baja del caballo y le pide que le traiga un jarro de café. La canija que le dice, “no soy tu criada”; así nomás. “Híjole, pensaba yo, ahora le va a poner su buena chinga”. Pero no, el sombrerudo bigotón ese que agarra y va donde tiene una cotorrita, le habla con cariño y le pide que le traiga la jarra de café. Y como no le hace caso, que saca su pistola y la mata de un tiro. María como que se asusta un poco pero sigue en lo mismo. Él va donde está un gatito bien bonito y le pregunta, “¿me quieres traer un jarro de café?”. El pobrecito que no entiende, no hace caso y también que le da un tiro el desgraciado. Y luego, camina tranquilo hacia el caballo, “Califa” creo se llamaba, le dice que le gusta mucho, que lo quiere y aunque ha sido muy ingrato le va a dar una oportunidad pa’ que no lo sea. De favor le pide que le traiga un jarro de café. Y como no obedece, el muy maldito saca la pistola y cuando ya va a disparar, María se levanta asustada y le grita que no lo haga. Pedro regresa donde está ella y le ordena bien encabronado, “¡tráeme un jarro de café!”. María se levanta, lo mira y le dice, “sí, mi vida, ahora mismo lo traigo”. ¡Ja, ja, ja, ja, ja…! Y que casi se me cae la Doña ahí mero. Si yo esperaba que le diera una cachetada pa’ aquietarlo o algo así. Pero no, le temblaron las corvas a la mera hora y se puso bien suavecita. No sé si quería al caballo o le dio miedo. Y es que en la vida real ella era muy cabrona, hasta se casó como cinco veces y mangoneaba a los maridos, ella mandaba; pero estaba bien chula. Claro, esa era una película, y aunque en otras que he visto ella también era mandona, medio machorra que llevaba los pantalones, en esta no; ni me acuerdo cómo se llama. No sé cuántas veces la he visto, y las otras también, “no me cansan nunca”, le decía a m’hija que se burlaba cuando me acompañaba y veía cómo me emocionaba y me enojaba o me reía. “¡Ay, mamá, pero si sólo es una película!”; pues sí, pero yo me emocionaba mucho. Por eso me gustó ver la huella de esos artistas paisanos en el meritito Hollywood. También he visto las películas de ese otro cabrón machote que era el Indio Fernández, que también tiene sus huellas ahí; creo que esos dos eran los más machos del cine, Emilio y Pedro. Ay, cómo me gustan las películas mexicanas, la verdad; con esas me puedo pasar todo el tiempo que sea.

Estando allá trabajé haciendo de todo, hasta de lo que ni se imaginan. Tenía que hacer dinero, para la renta, pa’ comer, ahorrar. Se ganaba bien pero igual se gastaba; todo bien caro. Tenía que vivir con otros, éramos varios en el mismo departamento chiquito y hasta en el cuarto éramos dos o tres. Un desmadre, la verdad, para poner orden, mantener limpio y luego algunos que se hacían mensos y no querían cooperar ni pagar; pero ahí acabé yo medio organizándolos, si no, ¿quién lo haría si se hacían patos?

Cuidé niños y viejitos y hasta a perros sacaba a que cagaran. Trabajé en un súper, en tienditas, cortando verduras y lavando platos en restaurantes porque, como no sabía inglés, pues no me daban chance de meserear que es donde más se gana por las propinas. Hasta que mi prima me consiguió lugar en la empresa de limpieza donde trabajaba. Primero le hice de afanadora donde quiera que me mandaran, pero ya luego no sé cómo le hice pero me fui metiendo al aseo de casas, donde mejor me iba, pagada por horas. ¡Pues eso había hecho toda mi vida en México! “¡Uy, pensaba, si me hubiera pagado mi marido ya sería rica!”. Pero en cambio, puro pinche maltrato y trancazo y dizque por el amor que me había juntado a él. Trabajando en las casas hice mis ahorros, pero ya saben, pues siempre se gasta.

Paréntesis

(Francis soñó que soñaba. La niña soñaba que soñaba y que oía el chucuchúcu y el silbido de un tren que se alejaba o acercaba e imaginaba las vías férreas que había visto varias veces cuando bajaba con sus familiares al pueblo para vender. Había oído decir que el silbido del ferrocarril era triste, mas a ella le sonaba misterioso, atractivo por las historias de trenes que había oído, como algo que deseaba conocer como una promesa, como una esperanza de salir del lugar donde vivía, esa sí, una vida triste, sola. La abuela no le importaba mucho, pues no había sentido cariño de su parte; pero a su hermana la cuidaba como si fuera su hija, como una mamá joven, adolescente. Soñaba que la hermanita le decía “¡mamá, mamita!”, y luego veía que se trataba de sus hijas y su hijo que le llamaban desde el otro lado de las vías del tren. Los veía llorar y ella, madre adolescente niña, lloraba también pero no podía cruzar y correr a abrazarlos y besarlos porque ya se acercaba el tren y se tenía que ir; o no quería exponerlos a ser arrollados en las vías, y todo se le trababa. Oía el silbido más fuerte y despertaba, pero estaba en el primer sueño aún; ¡seguía soñando! Ya no era Francis sino Francisca que corría y corría para subirse al tren cuando bajara la velocidad en una curva. Lo alcanzaba pero la máquina aceleraba y caía sobre los rieles y se lastimaba, le dolía, lloraba; y tornaba a soñar dentro del segundo sueño y venían los hijos, la alcanzaban y la consolaban con ternuras. Otro silbido y tenía que subirse de nuevo; estaba sola, corrió y corrió y lo logró. ¡Ya estaba arriba! Era la madrugada, hacía frio pero algo interior le decía que tenía que estar contenta; sentía entonces algo calientito en el pecho, una caricia. Ahora sí, iba al fin a la ciudad, la vida cambiaría. Sonrió. Oyó desde el segundo sueño un grito, varios gritos. Después también desde el primer sueño. Francis no alcanzaba a descifrarlos. Un chucuchúcu, un silbido, un eco, una campanita, unos gritos, “¡Mamá, mamita!”. Francisca despertó aturdida, llorando sin ubicarse bien. Estaba en Los Ángeles, California).

Y así me eché diez años del otro lado. Me acordaba de vez en cuando de mi pueblo en Hidalgo, de donde había salido; del barrio en la Ciudad de México, de los vecinos del rumbo, y me ponía triste. Pero no me dejaba agüitar. En los días libres me iba por ahí a caminar a los parques, a pasear, a comer cualquier cosa. Hice algunas pocas amigas y con ellas me iba también por ahí. Ya sabían lo mucho que me gustaba el cine. Y así, cuando daban una buena película mexicana nos íbamos todas. Sobre todo nos encantaban las de La India María. ¡Nooo, las divertidotas que nos dábamos! Ahora andan unos diciendo quesque ella denigraba a los indígenas vistiéndose así de colorida y con enaguas. ¡Qué va a denigrar! Muchas pendejadas dice la gente. Si supieran cómo nos reíamos cuando veíamos a María Nicolasa toda trenzuda y prietita pero rosadita de los cachetes con su burro Filemón y su bulto de naranjas. Y nosotras no es que fuéramos muy blanquitas ni nada que digamos; yo creo que nos sentíamos un poco como ella. Porque ella era pobre, venida jodida del campo a la ciudad a vender, a trabajar; así como muchas de nosotras, ¡y pobre, pero honrada! Aparte denunciaba injusticias contra ella y otros. También se metía en la política y bien que ridiculizaba a los pillos; les reclamaba a los corruptos. Yo creo que era una mujer muy lista, inteligente, pues. Que si tonta, tonta pero no tanto; que el miedo no anda en burro; que ni de aquí ni de allá; ni Chana ni Juana; o que la presidenta municipal y las delicias del poder. También a los gringos les echaba sus cosas, sus “gringaderas”, como decía, ¡ja, ja, ja! No dejaba títere con cabeza la indita, por decir. Yo vi todas las que pasaron cuando estaba en Los Ángeles, en el cine y también en la televisión. Hasta una medio jalada de los pelos donde la hacía de hija de Moctezuma. Jalada, pero ¡bien divertida que estuvo!; no paraba de reír con mis amigas, eso sí que era gracia. Y no me daba miedo o pena ir allá a las películas. ¿Por qué me habría de dar, si uno es gente que merece respeto también, no? No porque ande una sin documentos tiene que ser feo el trato. Además, hay mucho mexicano, mucha gente como nosotros allá, se puede uno sentir casi como en casa. ¡Si eso era México antes!, pa’ acabar pronto. Por eso no me quise salir de Los Ángeles esa vez que me propusieron viajar a Chicago o Nueva York; ¡nooo!

Un galán que me salió por ahí un rato me decía, “¡vámonos Francisca, a Nueva York, a Chicago!, allá está mejor la movida, hay mucho mexicano también, tengo amigos y familiares, tengo ganas de ir, de llevarte conmigo”. Pero no me convenció. O a lo mejor sí lo hubiera hecho si insistía un poco más, porque la mera verdad no me sentía nada mal con él, al contrario. Me trató bien, salíamos a pasear, a comer, platicábamos de las cosas de cada uno, de los problemas, del pasado, de la familia, de mis hijos; ¡hasta de los sueños! Pero no. Además, ya estaba yo pasando los sesenta, me hacía vieja y pues no es lo mismo. Se va perdiendo la fuerza, la voluntad, el coraje. Lo recuerdo muy bien, hasta con cariño a lo mejor, pero no me arrepiento de no haberme ido con él; aunque a veces algo quedito me duela por ahí.

Vuelta

Y pues un día me enfermé y me regresé a México. Ni modo. Así es la cosa, la vida. Además, extrañaba a mis hijas y al hijo. Ya diez años eran muchos de andar andando. Pronto, en cuanto regresé, logré verlos, hablar con ellos, abrazarlos; lloramos todos juntos, claro, sin el padre. ¡Diez años, cómo había cambiado todo!, la ciudad, la colonia, ellos; yo misma, ya estaba haciéndome vieja. Cuando me fui ya eran casi profesionales. Cuando regresé me dio mucho orgullo verlos con trabajo porque ¡tanto había batallado para ayudarlos!, para formarlos. Una es maestra de primaria, otra trabaja de enfermera y la más chica se hizo bailarina y maestra de danza. El varón está ya casado y trabaja en el gobierno; hasta nietecitos me están dando ya.

Corchetes

[El transcriptor no querría tener la función más que del autómata con oídos y manos----------del objetivo espejo sin filtros a la narración viva de la señora Francisca Pérez----------el cronista impertérrito ante las vicisitudes----------las anécdotas y las emociones que brotan de una vida prolongada----------cebada en la realidad mexicana de una mujer cautiva que se rebela y pelea por sí----------para sí---------y en consecuencia----------no necesariamente contra alguien o los demás----------que pelea por un lugar en el mundo porque no desea ser excluida de la humanidad. Querría ser el autómata de sólo manos y audición, el armatoste, el espejo, el transcriptor de esta, y ante esta historia, no tener razón ni corazón].

Anduve por la ciudad rentando cuartitos ahí bien gachos; gastándome lo que había ahorrado y traído. Hasta que mi hijo me dice un día, “mamá, regresa a casa. Es tuya, trabajaste mucho para que la tuviéramos”. ¡Y que me decido!, pensando lo que pasaría con el papá de ellos. Y el viejo me dice el día en que lo vi: “Está bien, regresa, estoy dispuesto a perdonarte”. “¿Perdonarme de qué o por qué?”, pensé bien encabronada. Si no sólo fui su criada y aguanté golpes e insultos. Mantuve la casa limpia y en orden. Eduqué a mis hijos. Vendía desayunos, garnachas, hacía negocitos de ventas, lavé y planché ropa ajena, trabajé de cerillera y todo para hacer algo de dinero e ir construyendo en el lotecito que habíamos comprado. ¡Qué cínico de veras!

Paréntesis

(Un chucuchúcu avanza siempre de la montaña a la ciudad. En los sueños de Francis y Francisca, un silbido que podía ser triste, pero no tanto. Porque entre más se hundía el tren en la noche y se acercaba a las luces de la ciudad, más palpitaba la ilusión en su pecho. Los rieles, las vías, las estaciones. Chucuchúcu chucuchúcu chucuchúcu… ¡Fiúuuu fiúuuuu fiúuuuuuu…! El trenecito que se aleja, el trenecito que se acerca, el trenecito que se va; la campanita de llegada. Francis no quiere despertar, se siente a gusto, cómoda, contenta, siente en el corazón algo tibio que acaso se llame felicidad; quiere dormir más, no despertar. Chucuchúcu chucuchúcu fiúuu fiúuuuuuu… Sigue durmiendo y soñando Francis…).

Una necesita un abrazo, un beso, cariño, no trancazos. Pero el hombre no se comide. Antes me aguantaba por los hijos. Ahora ni pelo al viejo. Vive ahí todo cochino en su cuarto, pero del resto de la casa me hago cargo. Se queja de que no lo tomo en cuenta. Pero para qué, si él no hace ni deja hacer. O le digo, “¿sí, de a cuánto?, pa’ tomarte en cuenta”. Pienso en lo que aguanté. Le planchaba todo con almidón, hasta los pañuelos, el mantel del comedor, si no le gustaba cómo le quedaba el boleado de los zapatos me los tiraba encima, si le encontraba una arruga a la camisa o el pantalón, los echaba al suelo. Cocinaba tres veces al día, tenía que echar tortillas frescas al comal, tener lista el agua de fruta de la estación. Y si algo no le gustaba, pues se encabronaba y se largaba; puro pretexto. Y ahora, cuando hago frijolitos, tamalitos o caldo de pata que sé cuánto le gustaba, quisiera convidarle un plato; de lástima aunque sea. Pero me digo, “¡no seas pendeja, si lo haces, va a volver a montarse en ti!”. Y me aguanto y no le doy. Que se las arregle solo el canijo.

No sé por qué son tan machos y bravos los hombres. No sé, pero algo raro tienen los machos mexicanos. Ya ni mi tocayito, Pancho Villa, ese lloraba también, no nada más era bravucón. Por eso creo que era el más valiente, porque era muy sentimental, yo digo, más que Zapata. Además, a ese como a mí, a Panchito, le encantaban los trenes.

P.d

Me había subido al metro azul y en Taxqueña cambié al tren ligero rumbo a Xochimilco. En la sala de espera de un hospital del sur de la ciudad, conocí a la señora Francisca, de 74 años. Fornida, saludable, nada tres veces por semana, camina, hace excursiones, frecuenta a sus amigas, convive con el hijo, sus hijas y nietos, se alimenta bien, se impone sus propias tareas y, sobre todo, después de una travesía nada fácil de la existencia, ha conquistado su libertad.

* Crónica ganadora de Mención Honorífica en el Premio de Crónica 2020, “Las mujeres de la ciudad”, convocado por el Archivo Histórico de la Ciudad de México.

Crónicas ganadoras y menciones honoríficas.

Ceremonia de premiación del concurso de Crónica 2020 “Las mujeres de la Ciudad”:

Héctor Palacio en Twitter: @NietzscheAristo